Todos los años, por estas fechas, viajo hasta el cementerio de Corme para poner unas flores en la tumba donde descansan para siempre mis abuelos y mis padres. Es un ritual en el que coincidimos millones de personas con independencia de creencias religiosas y supersticiones. Hay quien reza ante la tumba de sus mayores y hay quien se limita a dirigirles un cariñoso recuerdo si es que tuvo la suerte de conocerlos en vida. Yo, por ejemplo, no tengo memoria de mis abuelos paternos, que ya habían muerto cuando nací.

Desconozco cuanto tiempo durará esta costumbre de llevar las flores a los cementerios y como evolucionará porque los rituales funerarios han cambiado muchísimo en estos últimos años. Cuando el que esto escribe era niño ,y aún bastante después, a los muertos se les velaba en casa antes de enterrarlos. El cadáver se exponía en el salón con el ataúd abierto para que lo viesen las visitas y previamente se ordenaba retirar de la circulación la plata y otros objetos de valor para evitar que gente sin escrúpulos aprovechase la ocasión para llevárselos. Que no todo era piedad con los difuntos. Los velatorios eran largos y llegada cierta hora se hacía necesario cocinar algo para que los presentes no desfalleciesen. Según se cuenta en Corme, hace mucho tiempo falleció ( o al menos eso parecía) un niño como de diez años de edad. Y, como era normal en aquella época, se le organizó un velatorio.

La casa se llenó de gente y llegada la madrugada alguien de la familia preguntó a los asistentes al duelo si querrían tomar una taza de caldo. Para sorpresa general, el niño que aparentemente estaba muerto se incorporó en el ataúd y dijo con voz muy clara: " Eu tamen quero caldo". El susto fue morrocotudo en un primer momento, pero luego se convirtió rápidamente en alegría ante aquella inesperada resurrección. Hoy en día ya nadie organiza un velatorio en casa y de esa cuestión se encarga una empresa privada que dispone de una instalación llamada tanatorio, donde se realiza todo el ceremonial, desde la recepción del cadáver hasta su maquillado, exposición y posterior enterramiento o incineración, según sea la voluntad del difunto o de su familia.

Y ya nadie se pasa la última noche velando el cadáver como antaño. Llegada cierta hora, la familia cierra con llave el departamento donde reposa el muerto y hasta el día siguiente. Y si se diera el caso de que al difunto le apeteciese una taza de caldo de madrugada pues no habrá nadie allí que se la proporcione. La relación de los vivos con los muertos, y sus rituales, ha experimentado grandes transformaciones. El escritor Philippe Aries en su libro "Historia de la muerte en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días" dice lo siguiente: " El decoro prohibe ahora cualquier referencia a a la muerte. Resulta mórbida, se habla como si no existiera. Hay simplemente gente que desaparece, y de la que ya no se habla, y de la que se volverá a escribir quizá más tarde, cuando se haya olvidado que está muerta". Parece una observación muy acertada.