El titular me ha dejado helado el corazón: "Encuentran a una mujer que llevaba muerta unos 15 años en su casa de Madrid". ¡Caray, 15 años, sin que nadie hubiera echado en falta su presencia! ¿Nadie? Es posible que no tuviera ningún familiar cercano y que, por consiguiente, cuando la familia no existe es muy probable que pasen estas cosas, se pensará; es posible que fuera una persona huraña, antipática y escurridiza, de esas personas raras que suelen abundar por esos mundos de dios, se razonará; es posible que estuviera viviendo con algún familiar en otro lugar o que tal vez hubiera ingresado en una residencia geriátrica, se argumentará; en fin, son posibles tantas y tantas hipótesis de trabajo que, de tanto pensarlo y justificarlo, se nos habrán pasado por alto los entresijos de un suceso que debería darnos mucho que pensar. Porque al hilo de esta tragedia personal pero también colectiva, no estaría mal que, de vez en cuando, nos parásemos en mitad del camino para preguntarnos quiénes somos y qué coños estamos haciendo aquí.

Veamos. Cuando una persona muere en su casa y tienen que pasar 15 años para ser encontrada muerta, es que la sociedad que hemos construido no funciona. Se dirá que es una excepción y que no es habitual que las páginas de los periódicos o los telediarios cuenten todos los días casos similares. ¡Pues claro! Pero las excepciones son, en la mayoría de las ocasiones, termómetros muy reveladores de hasta qué punto estamos preparados o no para asumir los retos, en este caso, del cuidado, la atención y el mimo que merecen todas las personas, indistintamente de que tengan vínculos familiares o no. Porque los vínculos sociales que forjan nuestra convivencia van mucho más allá de los que establecemos con nuestros parientes más próximos y cercanos (padres, hermanos, abuelos, tíos, etc.). Esos vínculos se fraguan también con nuestros amigos, con los compañeros de trabajo, con los vecinos, etc. Y claro, cuando nos desayunamos con este tipo de sucesos, hay que mirarse al espejo y afrontar la solidez de nuestras relaciones sociales.

Se dirá que este caso hubiera sido impensable en un pueblo, pues los vecinos se conocen entre sí y que todos saben perfectamente si la señora Juliana tiene tos, si han echado en falta el paseo vespertino del señor Pedro o si los Martínez han recibido a un nuevo inquilino. Por el contrario, se argumentará que en las ciudades, debido a su tamaño, es imposible que las personas puedan e incluso deban ocuparse también de los entresijos familiares de los demás. Y ese, creo yo, es el verdadero problema, que hemos confundido el verdadero significado de las relaciones sociales y nos hemos centrado, cada vez más, en nosotros mismos, olvidando que es imprescindible construir y mantener espacios y redes para la atención, el cuidado y el mimo a las personas, como decía más arriba. Ante una sociedad cada vez más envejecida, debemos estar preparados para encarar los retos de la soledad, también en las ciudades, donde se vive tan de prisa que, a veces, no somos conscientes de las cosas fundamentales que suceden a nuestro alrededor.