Tenía algo de perversamente fascinante el espectáculo de las barreras de fuego erigidas por grupos incontrolados y violentos en calles y plazas del centro de Barcelona. ¿Cómo es posible, se preguntaba uno ante las imágenes transmitidas de continuo por la televisión, que unos vándalos hubiesen conseguido parapetarse tras contenedores a los que acababan de prender fuego para desde allí mantener en jaque durante horas a las fuerzas de la Policía? ¿Cómo podían algunos de esos jóvenes encapuchados extraer, a la vista de las cámaras y sin que lograra impedirlo ningún policía, los adoquines de las calles para arrojarlos después a unas fuerzas del orden que parecían por momentos como paralizadas? ¿Cómo lograron durante tanto tiempo aplicar sus perversas tácticas de guerrilla urbana, aprendidas en manuales anarquistas y practicadas ya antes en tantas ocasiones, por ejemplo, durante las reuniones del G7?

¿Y qué hacían, mientras ardía el centro de Barcelona, muchos jóvenes que deambulaban por allí? Por lo que nos mostraban las cámaras, hacerse continuamente fotos ante unos contenedores que ardían sin remedio, para enviarlas luego a sus amigos.

Los políticos y los medios de comunicación no han dejado de referirse en los términos más elogiosos a la eficaz y modélica coordinación entre las fuerzas del orden -la Policía Nacional y la catalana-, y es algo de lo que habrá que felicitarse. Pero es lícito también preguntarse si fueron suficientes los medios empleados y, sobre todo, si no fallaron los servicios de inteligencia al no conseguir infiltrarse a tiempo en esos círculos violentos y poder adelantarse a sus acciones. ¿Qué hacían, mientras ocurría todo eso, los líderes o promotores del movimiento independentista catalán, incluido el cínico presidente de la Generalitat y voz del prófugo de Waterloo? Repetir hasta el cansancio que lo que estaba sucediendo no iba con ellos, que su movimiento ha sido, es y será siempre pacífico.

No basta, sin embargo, con decir que esos centenares de violentos "no nos representan" porque "somos gente de paz". Se echó mucho de menos desde el primer momento un llamamiento conjunto de esos líderes en contra de esa violencia gratuita, y no solo por contraproducente para la causa que defienden.

Lo que ha sucedido los últimos días en algunos lugares de Cataluña es, ante todo, un problema de orden público que es preciso resolver, sin complejos ni vacilaciones, con los medios que tiene a su disposición un Estado democrático.

Hay quienes parecen partidarios del "cuanto peor, mejor", tratan de provocar a ese mismo Estado para que las imágenes de la inevitable respuesta policial recorran una vez más el mundo y poder así presentarse como víctimas de una España eternamente "represora". Y están, al otro lado, los que se fijan solo en esos episodios violentos para hacer de la anécdota categoría y justificar sus nada disimuladas ansias de meter en cintura a "los catalanes". Los dos extremos se retroalimentan. Y tenemos, para mayor desgracia, nuevas elecciones a la vista.