Solemos escuchar de manera generalizada que la base de una sociedad de progreso se basa en la educación -y así es-, pero, lamentablemente, con la educación se hace política partidista y no se acaba profundizando en el modelo que requiere una sociedad competitiva y transformadora. Cada vez tiene menos sentido relacionar la obtención de un título universitario con éxito profesional, ni mucho menos con la felicidad laboral y la buena remuneración económica. El sistema educativo adolece aún de una correcta planificación y de la imprescindible conexión entre el ámbito académico y el mundo empresarial. España cuenta con 82 universidades en total (50 públicas y 32 privadas) y la planificación de grados dista mucho todavía de ser la mejor vía para acceder al mercado de trabajo en condiciones dignas. La atomizada oferta docente mantiene facultades incluso con solo cinco o seis alumnos, sin tener en cuenta la adaptación que exige la veloz y cambiante demanda del mercado.

Conviene recordar que Castilla y León es la cuarta comunidad en número de universidades, por detrás de Madrid, Cataluña y Andalucía. Las cuatro universidades públicas y las cinco privadas ofrecen una abigarrada oferta de enseñanzas con cerca de 90.000 alumnos. Del total de jóvenes de entre 18 y 24 años que viven en Castilla y León, el 38 por ciento aproximadamente estudia en los centros universitarios de la Comunidad, lo que supone la segunda tasa más alta de España, cuya media roza el 30 por ciento. A ello hay que añadir que las universidades públicas cuentan con unos 6.200 profesores, mientras que otros 1.500 ejercen su actividad docente en las instituciones universitarias de carácter privado. Ni tampoco debemos olvidar que en las públicas trabajan otras 3.000 personas dentro de los llamados departamentos de administración y servicios. Todos estos datos no son otra cosa que la constatación de que el ámbito de la universidad en general, cuyas competencias están transferidas a las comunidades autónomas, requieren una vuelta de tuerca racional y real para que los centros de enseñanza superior no sean fábricas expendedoras de desempleados de larga duración.

No se trata de poner en tela de juicio la misión esencial de las universidades: ofrecer a los estudiantes una docencia de calidad que les capacite para asumir una vida profesional de éxito, sin menospreciar la misión científica e investigadora y la transferencia de conocimiento inherentes a estos centros. Como tampoco se trata de dudar sobre el legítimo liderazgo social que ejercen, ni menospreciar su labor a favor de la vertebración de un territorio tan extenso como el nuestro. Pero convendrán conmigo en que la endogamia y el inmovilismo no son precisamente los mejores aliados para estrechar la brecha entre oferta académica y acceso al mercado laboral.

Sin duda, lo sensato sería reforzar aquellos grados que den respuesta a las exigencias del mercado, generen empleabilidad y luchen contra la deslocalización del talento.

Y junto a lo anterior, el país en general y Castilla y León, en particular, tienen el desafío de potenciar otros niveles educativos tan excelentes como los estudios universitarios y con mayor capacidad de inserción en el mercado de trabajo. La formación profesional dual supone el mejor antídoto no sólo ya contra la falta de oportunidades laborales, sino contra el propio fracaso escolar. Bien haría la Junta de Castilla y León en promover un auténtico plan al respecto como lo tiene el País Vasco, sin que las iniciativas en este sentido deban pasar por el consenso de hasta cuatro consejerías diferentes (Educación, Industria, Empleo y Agricultura). Así, la eficiencia y la capacidad ejecutiva pueden quedar diluidas mientras las empresas de la región demandan determinados conocimientos para desempeñar nuevos puestos de trabajo imposibles de cubrir con la actual oferta educativa.