La situación de nuestra Iglesia en España se enfrenta a no pocos y acuciantes retos: falta de compromiso, disolución de comunidades, escasez vocacional, descrédito público, etc. Esto nos lleva en muchas ocasiones a darle vueltas y contentarnos con sueños de transformación y conversión, que rara vez llegan a tomar cuerpo, a encarnarse en acciones concretas que pongan por obra las conversaciones de salón parroquial.

Al hilo de esto, veo cierto paralelismo con aquellos viejos hidalgos que poblaron nuestra España. La vida del hidalgo español de la literatura popular barroca era una lucha permanente entre lo que se fue y lo que se quería ser, entre la nostalgia y los sueños, entre los lastres y las alas.

Imaginen una vieja taberna, de esas de jarras de barro, sombreros de ala ancha y bravuconadas, en una esquina un hombre con su capa gastada, su sombrero que hace tiempo perdió todo lustre y una espada mellada se empeña en aparentar el porte noble de quien siente la presión de haber sido alguien relevante. En su cabeza una pregunta ¿y si vendiese todo y cambiase mi vida?

En su memoria se agolpaban imágenes de su casa blasonada ahora vacía dónde ya apenas había visitas. El exterior lucía un hermoso escudo heráldico, pero en el interior no quedaban más que recuerdos destartalados de aquel pasado noble. Aquel edificio era la garantía de su estatus, de su posición social, pero no de lo que era: un buen hombre que procuraba ayudar a sus vecinos con los conocimientos de medicina que había aprendido en la guerra.

El hidalgo daba vueltas a la idea de vender aquel caserón, comprarse una casa más pequeña y montar un pequeño negocio como cirujano, en el fondo seguir siendo quien era, pero sin cargar con aquello que ya no podía afrontar. El viejo caserón había sido una suerte para su familia, un tiempo de bonanza, pero ahora era un lastre que asfixiaba la vida del pobre hidalgo, que le hacía cargar con un peso mayor del que podía soportar, una estructura que si bien fue útil hoy ya solo era un pozo de gastos, preocupaciones y un ancla que no le permitía volar en libertad.

Igual que ese viejo castellano, de pasado glorioso y gran corazón, se encuentra hoy nuestra Iglesia, luchando por querer mantener todo tal y como lo conocimos, anclados por estructuras que ya no responden a lo que somos, con miedo a cribar entre accesorio y fundamental, entre lo importante y lo imprescindible. Es tiempo de buscar el sentido profundo, de no tener miedo a ser quien se es, aunque haya que vivirlo de una forma diferente.