Camino muy temprano cerca de un centro comercial y veo a un par de viandantes en ropa de deporte que portan mochilas de vivarachos tonos. Me pregunto si alguno de los dos, hombre y mujer de mediana edad, llevará en su mochila asunto para mi columna. En ocasiones el asunto está donde menos te lo esperas. Me pregunto si lo llevarán ellos, pero sobre todo me pregunto qué hago yo tan temprano preguntándome cosas y transitando por las calles dormidas, la realidad lunera y la bruma del amanecer. Ellos ya sé donde van: al gimnasio, que abre pronto. Me interrogo acerca de sus vidas. No sé si van tan temprano a levantar pesas y castigarse el abdomen porque luego han de ir a trabajar o es que son así de madrugadores. Gordos no los veo, aunque al hombre no le iría mal despojarse de dos kilos. Tal vez tres. Ahí están ambos, caminando, a punto de entrar en el centro comercial donde está el gimnasio, ignorantes de que yo los observo para meterlos en la columna.

Ya lo dijo Jaime Campmany en la necrológica de González Ruano, «en la columna no hay que meter las cosas que se repiten eternamente y solo porque cada año nacen unos ignorantes que las desconocen. Hay que dejarse el alma cada día en el artículo y al día siguiente, que el periódico estará marchito, a otra cosa o Dios dirá o se compra uno un alma nueva o la alquila o se la pide a un amigo».

Yo le pediría a un amigo no levantarme tan temprano, sobre todo un lunes, aunque usted no se hace a la idea de lo que es un lunes dado que lee esto hoy viernes o sábado. Los gimnastas se pierden tras la puerta de cristal inteligente y los imagino ya en su afán deportivo, cultivando las primeras gotas de sudor, retándose a superar la media hora de cinta o bici estática y tal vez lanzándose un beso en la distancia. El gimnasio está abierto de siete a once de la noche, con lo cual serán millones las gotas de sudor generadas e incuantificable la potencia y fuerza, la energía, generada por tanto músculo intentando elevar una pesa de peso incierto.

Los gimnasios son máquinas de expeler ciudadanos medianamente satisfechos por la sensación del deber cumplido, el deber de cuidarse, sensación efímera tornada en remordimiento si al día siguiente no se acude o si al acabar la sesión gimnástica se hinca uno un bocadillo doble con sobrasada y le echa tres sobrones de azúcar al café con leche. Peor sería desayunar así sin haber ido al gimnasio, claro. El desayuno es la comida más importante del día, nos tienen dicho los nutricionistas más redichos, que están siendo puestos en cuestión por los que opinan que más importante debería ser el almuerzo, que la tarde es larga y los gimnasios siguen abiertos. Un hombre levanta la persiana de su comercio y un niño corre hacia un autobús en el que pone «Portes Macario». Suponemos que a Macario no le ha dado tiempo a poner el cartel del cole en cuestión. Macario también podría ser asunto de columna, ahí el pobre deslomao sin necesidad de ir al gimnasio, más en forma pone cargar un sofá que levantar una mancuerna. Necesito café.