Hace algún tiempo, una señora se presentó en un hospital de Madrid diciendo que le dolía la tripa. Tras examinarla, los médicos advirtieron que acababa de parir. Cuando le preguntaron por el niño, ella aseguró que no había niño; había soltado una cosa, sí, y luego había sufrido una hemorragia. Tras varias horas de interrogatorio, admitió que había alumbrado un hijo muerto y que lo había arrojado a un contenedor de la basura. La policía rastreó todos los cubos del barrio sin ningún resultado. Tres días más tarde encontraron al bebé en un armario de la casa donde vivía la mujer. Estaba muerto, claro. La sentencia metafórica según la cual todo el mundo guarda un cadáver en el armario se convirtió, de súbito, en un pronunciamiento literal.

La mujer, ecuatoriana, no tenía en España otra familia que una hija pequeña. Hasta su detención, trabajaba de cajera en un supermercado donde nadie advirtió que se encontraba encinta. Compartía piso con una compatriota que tampoco sabía nada de su estado. Quiere decirse que durante los nueves meses del embarazo, la detenida fue en sí misma un armario oscuro en el que se escondía, además del bebé, el pánico a tenerlo. Iba y venía de trabajar, llevaba a su hija al colegio, la recogía, intercambiaba cuatro frases corteses con los clientes del supermercado... Quizá los domingos acudía a un parque donde la niña se deslizaba por el tobogán. Y mientras todo eso ocurría por fuera, dentro de sí, como en el interior de un armario, crecía el miedo, la confusión, el delirio. Tal vez imaginaba que un día, al despertarse, ya no estaría embarazada. Tal vez pensó en dejar al bebé en la puerta de un convento. Tal vez calculó que lo más eficaz sería arrojarlo al cubo de la basura, o al retrete, y tirar luego de la cadena.

Finalmente lo introdujo en el armario del dormitorio que compartía con una compatriota. Vistas las anteriores posibilidades, casi parece un acto de piedad. La piedad y el horror se llevan bien, van de la mano con más frecuencia de la que somos conscientes. La lectura de este suceso local me produjo primero horror y luego piedad. Más tarde, la piedad prevaleció sobre el horror.