Me llegó hace unos días a través de las nubes, de ese sitio en el que se decía que estabas cuando dabas muestras de estar despistado y de no enterarte de nada, cuando debías saber de aquello o de lo otro, y no caías en la cuenta, y te llegaban a decir "Claro, tú no te enteras, porque estás siempre en las nubes". Y es que aquel sitio solo era accesible a través de la imaginación o de la memoria, y no de los sentidos. Pero ahora si se quiere acceder a alguna información hay que recurrir a los sentidos y buscar en las nuevas nubes, en esos sitios de los que tanto se habla pero que nadie ha visto, entre otras cosas porque nadie sabe dónde se encuentran. Allí, en las nubes de internet, por lo que dicen, deben están almacenados la mayor parte de los datos de la civilización actual.

Pues eso, que hace unos días, un familiar muy próximo se acordó de mí, y me envió una fotografía que había encontrado en una de esas nubes de información que pululan vaya usted a saber por dónde. Una fotografía que tenía como telón de fondo el Arco de Doña Urraca, un arco y una muralla que parecían atacados por una epidemia de viruela, llena de escamas y agujeros que habían dejado los bloques de piedra hechos una lástima. Quien ve ahora esta puerta que da acceso al centro de la ciudad, si es que accede desde la costanilla de San Bartolomé, verá un arco cuyas hileras de sillares se exhiben erosionadas por el paso de los siglos, pero con un aspecto lejos de cualquier enfermedad, al menos de manera aparente. Ignoro cuando fue tomada esa fotografía, pero por la calidad de la misma - más bien ausencia de calidad, debido a su falta de nitidez - podría pertenecer a los años de la posguerra civil, o quizás a unos años antes del conflicto. En cualquier caso, ese dato no resulta demasiado relevante para lo que voy a decir a continuación, porque, para mí, el hecho más destacable de la imagen era el firme que lucía esa empinada cuesta, a base de cantos rodados, en lugar del asfalto o la piedra, que se suelen utilizar ahora.

Cada uno de esos cantos de pequeñas o medianas proporciones debió ser colocado manualmente, depositándose sobre un lecho de arena, o en el mejor de los casos con una mezcla en la que estaría presente el cemento, de tal manera que la parte superior de cada canto debía quedar a ras de los otros, al objeto que, al caminar sobre ellos, el desequilibrio de los viandantes no se viera demasiado alterado. Así pues, el firme de las calles ejecutadas de aquella forma, no era otra cosa sino una muestra del trabajo artesanal de unos canteros, que se pasaban meses y semanas colocándolos, no sé si con cariño, pero si con gran dedicación, al objeto que no se desprendiera ninguno con la llegada de las primeras lluvias.

A ambos lados de la calle, y a otro nivel, ligeramente inferior, al haber empleado el mismo esquema de trabajo, discurrían las cunetas que recogían el agua que, en aquellos años de escasez, era lo único que sobraba. Sobre aquellas piedras y juncos de gran dureza, no solo caminaban las personas, también lo hacían las caballerías que, por aquellos años, eran mayoría respecto a los vehículos a motor, y como quiera que las pezuñas de los animales estaban herradas, sus pisadas sacaban chispas fruto de la relación existente entre el hierro de las herraduras con las piedras, recordando la primitiva manera de conseguir fuego a base de frotar los pedernales para prender la yesca.

Gran parte de las calles zamoranas tenían un firme de esas características, lo que significaba que su ejecución y mantenimiento debía generar muchas horas de mano de obra, a diferencia del poco tiempo que demandan ahora las labores de asfaltado: claro ejemplo de cómo hubo una época en la que predominaba la presencia de las personas sobre las máquinas. Bien es cierto que, en otras calles de la ciudad, las que correspondían a zonas más favorecidas, eran los adoquines los que servían de base a las calzadas, aunque también existieran otras más primitivas y abandonadas cuyo firme se limitaba a un simple lecho de arena apisonada.

En otras zonas de la muralla los lienzos se encuentran aparentemente aparejados de forma heterogénea, pero, en el arco o la puerta de Doña Urraca, como queramos llamarlo, los sillares tienen una forma y tamaño de similares dimensiones, lo que le da una especial prestancia, y una distinción y dignidad fácilmente constatables. Basta con ir a tomar unas "perdices" al "Crespo", en la Puerta de la Feria, y enfilar la cuesta de enfrente, dejando atrás las "Tres tiendas", recientemente cerrado, y el solar que antes fuera taller de "Piti", por el que, durante muchos años, pasaron las bicicletas de cientos de zamoranos, para que nos encontremos delante de la Puerta o del Arco. Haciendo un ejercicio de imaginación podremos ver, a pesar de la espesa niebla, cómo es traspasada por algunos hombres con capa, como el profesor y poeta Waldo Santos o el periodista Manuel Espías, y también otros sin capa, como el profesor y hombre de radio Miguel Villafranca, que vivía por allí cerca, o el escultor Ramón Abrantes, o al señor Severino, el pollero, luciendo su puro en la boca como una parte más de su generosa anatomía.

Nadie podrá decir que esa fotografía me haya pillado en las nubes, aunque proceda de las nubes informáticas de la información, y es que una imagen vale más que mil palabras, y una imagen de la historia cien veces más.