El 26 de julio de 2009, hace exactamente una década, se hacía realidad el grupo conocido como Boko Haram, atacando una estación de policía. Unos días más tarde, las mismas fuerzas del orden contraatacaban asaltando el domicilio de Ustaz Mohammed Yusuf y la mezquita donde hacia sus prédicas exaltadas, en la ciudad de Maiduguri, causando su muerte y la de ochocientos de sus seguidores. Aquella derrota táctica no amilanó a los integrantes de Boko Haram, desde entonces, más de 27.000 muertos han caracterizado un escenario tristemente descorazonador donde la miseria, la pobreza, el extremismo yihadista y, por supuesto, la violencia campa a sus anchas por partes iguales. Boko Haram comenzó su andadura entre 1995 y 2002, como un grupo de estudios religiosos, creado por Abubakar Lawan. Pero tras su marcha, para emprender estudios en Arabia Saudí, fue Yusuf quien le sustituyó al frente del mismo. Sus prédicas se radicalizaron hasta ese punto en el que conminó a la acción. La muerte de este, tras este inicial choque contras las fuerzas gubernamentales, no significó sino un paréntesis, ya que el Grupo de la Gente de la Sunna para la Predicación y la Jihad, su nombre real, enseguida se rehízo con la jefatura de Abubakar Shekau. La semilla del yihadismo había germinado de forma rotunda.

El noreste de Nigeria reunía las condiciones ideales para que esta nueva milicia armada tuviera un campo abierto de operaciones, atraso y analfabetismo. País muy diverso e inestable, desde su independencia en 1960, con una minoría cristiana y grandes contrastes sociales y económicos, el sur rico y urbanizado, y un norte más pobre y rural, Boko Haram se fue convirtiendo en el martillo pilón de los enemigos de la fe de Mahoma, entendida y extendida esta desde el rigorismo más asfixiante y la imposición de la sharía. Sus acciones no se quedaron en sus territorios, su capacidad de extender sus redes hizo que fuera capaz de infundir miedo y terror a lo largo y ancho del país, incluida la voladura de las oficinas de la ONU, en Abuja, la capital del país. Su terror se convirtió en indiscriminado, contra todos aquellos que fueran contra sus dictados, tanto cristianos como musulmanes (moderados). Su estructura interna se caracteriza por una rígida jerarquía teocrática-militar, financiada mediante el cobro de contribuciones, extorsiones, intimidaciones o donaciones (de otros grupos afines), siguiendo una estrategia de guerra asimétrica, golpeando aquellos sectores más blandos de la sociedad civil, a través de pequeños grupos armados de gran movilidad. Sin embargo, el interés y preocupación internacional por su amenaza no se produjo hasta 2014, cuando secuestró a un grupo de 276 estudiantes femeninas, en Chibok (algunas fueron liberadas y la mayoría se convirtieron en esclavas al servicio de los yihadistas). El vídeo que colgaron en las redes sociales, para mostrar su hazaña, dio la vuelta al mundo, mostrando así su rostro más fiero y desalmado.

Nigeria y la zona del Sahel, tan peligrosa, cobraba un interés renovado ante esta nueva amenaza integrista, tras Al-Qaeda y el ISIS. Pues la posibilidad de constituir una especie de estado islámico que extendiera sus tentáculos por toda la región obligó a tomar decisiones urgentes. El control de zonas del interior y su extrema crudeza (como en la ciudad de Bama, totalmente devastada por sus milicias) hicieron saltar todas las alarmas porque ya no parecía tan solo un grupo molesto y desorganizado, sino una fuerza operativa relevante cuya capacidad militar podía desestabilizar a la propia Nigeria. Además, el epicentro del poder de Boko Haram afectaba a países limítrofes como Camerún, Níger o Chad, con fronteras muy porosas, por lo que Europa y EEUU enviaron un operativo militar para frenarlo. Así, cuando en 2015, los salafistas, envalentonados, intentaron tomar la gran urbe de Maiduguri, de un millón de habitantes, pero fueron derrotados tuvieron que emprender la retirada. Ahí no acabaron sus aspiraciones, pues si algo tienen en común todos los integrismos es su enorme capacidad de adaptación, supervivencia e inquebrantable persistencia. A todo ello, hay que sumarle la notoria incapacidad del ejército nigeriano por acabar con la amenaza definitivamente debido a propias carencias internas, corrupción y falta de preparación, amén de alimentar el resentimiento de parte de la población ante la violación de los derechos humanos practicada. Y aunque desde el gobierno nigeriano se propugnaron cambios en la estrategia para terminar con esta latente amenaza, y en 2016, Muhammadu Buhari, proclamó prematuramente la victoria, tras unas exitosas operaciones militares, la tensión religiosa en el interior no ha cesado y una parte de Boko Haram, dividido ahora en varias facciones, ha jurado lealtad al ISIS.

Las cifras ofrecidas por el Consejo Noruego de Refugiados son, en todo caso, tan elocuentes como escalofriantes: dos millones de desplazados internos, 180.000 sin alojamiento y otros siete millones de nigerianos que requieren de una ayuda humanitaria a la que tienen muy difícil acceso ante las acciones de las milicias yihadistas. De hecho, en 2018, asesinaron a dos comadronas de la Cruz Roja y secuestraron a siete integrantes de Acción contra el Hambre, además de provocar una masacre en un funeral (65 muertos).

No hay duda de que toda la región del Sahel sigue siendo un campo abonado para toda una serie de señores de la guerra o yihadistas con ínfulas, ante su escaso desarrollo social y humano. Vastos territorios en donde no hay un claro control gubernamental y donde el atraso es un factor muy determinante para que sea muy difícil desactivar estas milicias armadas que, en nombre de Alá o no, siembran el terror a su paso, y también se han convertido en una atracción para muchos miles de jóvenes desesperados. La lucha contra la pobreza y el desarraigo son, sin duda, prioritarias para acabar con Boko Haram, tanto como la constitución de sociedad civiles democráticas capaces de atajar dicha amenaza yihadista en toda la África musulmana.

(*) Doctor en Historia

Contemporánea