Un ministro contra la Soledad en un país futuro e imaginario. Ciudades con pisos de veinte metros cuadrados. Restaurantes con mesas para uno. Un gobierno que quiere luchar contra la soledad. El ministro es hombre eficaz. Solvente. Trabajador y diligente. Pero claro, pronto se siente solo. La soledad del poder. La soledad de la viudedad. La soledad de las noches de domingo. Nombra un viceministro. Nombra dos subsecretarios. Poca gente. El ministro contra la Soledad cree que la lucha contra la soledad bien entendida empieza por uno mismo. Y nombra a un jefe de gabinete, a una jefe de prensa, a tres asesores, delegados provinciales, una directora general, una asesora jurídica y un chófer. Un cocinero y un sastre.

Al ministro lo acompaña toda una cohorte cada vez que va a algún sitio. Cuatro escoltas le parecen poco. Dos más. Y dos más para que los seis escoltas puedan descansar el fin de semana. Un piloto de jet ministerial. Un copiloto. Un piloto para el helicóptero. Un mecánico. Un asesor internacional, un director de relaciones externas. Un secretario, claro. Un asesor de imagen, una escritora de discursos. El Ministerio de la Soledad ha de trasladarse pronto de sus céntricas oficinas a un edificio grandioso a las afueras de la ciudad. Donde todo el mundo está más solo aún. Soledad de extrarradio, soledad de suburbio y periferia, vidas vacías y llenas de inútiles obligaciones de nueve a cinco. Un solo columpio en el único parque de la ciudad. Ancianos que pasan días sin hablar con nadie son paseados por jóvenes cuidadores llegados del otro lado del océano. Chirriar de sillas de rueda.

Un día el presidente del Gobierno dice al ministro contra la Soledad que quiere verlo a solas. Qué gracia. Qué redundancia. Pero el ministro no puede prescindir de su cohorte y no sabe desenvolverse solo. Dice a su ayudante telefónico que le cuelgue el teléfono y dice a su ayudante alimentario que le pele unas almendras y comunica al encargado de su perro (Farias) que le eche de comer. A Farias, no a él. Teme la entrevista. El presidente del país de los solitarios tiene ocho hijos, dos gatos, un perro y una rana. Colecciona adverbios. La rana actúa de despertador en las gélidas mañanas en las que un locutor solitario en la radio de la nación habla para nadie en una ciudad de solitarios que escuchan ensimismados en sus cascos música a la carta. Las bandas de rock se extinguieron. Triunfan los solistas.

La entrevista con el presidente será corta, no es nada personal, gracias por los servicios prestados, sé que odias salir solo de palacio, alguien te acompañará. Nadie oirá la noticia de su cese. Ningún mensaje de solidaridad. Ni siquiera de aquellos a los que sus políticas contribuyeron a que estuvieran menos solos. El ministro abatido subió a su coche. No sé si necesito estar solo o pedirte en matrimonio, dijo a su asesora de discursos. Ella solo sonrió. Solo eso.