Miro mucho el reloj a lo largo del día. Por más que sea de todo punto innecesario, lo hago con frecuencia. En la calle o en casa, solo o acompañado. Cuando salgo, cuando entro, cuando voy, cuando vengo. Cualquier circunstancia parece buena, la verdad. Y es que, los relojes ejercen sobre mí una atracción especial. Me fascinan.

No sabría precisar el momento exacto en el que caí rendido al hechizo de estos artilugios pero debió ser hace muchos años. Recuerdo que, siendo niño, esperaba con ansiedad la salida de la escuela porque de vuelta a casa tenía que pasar necesariamente delante de una relojería con un enorme escaparate atiborrado de relojes. Aún hoy sueño con aquellas diminutas ruedas dentadas girando en sentido inverso.

Era veneración lo que sentía por la destartalada relojería de la Costanilla. Lamentablemente, ya no está. Víctima de esa alternancia de construcción y derribo a la que parecen abocadas las viejas construcciones, desapareció en la última década del siglo pasado pero su recuerdo me sigue emocionando.

Yo no era consciente, entonces, de las excelencias del grupo. Fue mucho más tarde, siendo un adulto, cuando supe de su valor y ahora pienso que quizá fuera ésta la causa primera de mi apego al escaparate. Al fin y al cabo, el movimiento mágico de los péndulos tras el cristal no era otra cosa que la culminación de un proceso merced al trabajo en equipo. Ahí estaba el secreto. En la participación. Las minúsculas piezas encontraban su eficacia dentro del grupo. Se agigantaban, codo a codo, unas con otras. De nada valían aisladas.

Posiblemente fuera esta la causa, ya digo. O, tal vez, no. No sé. Lo cierto es que una correcta percepción del tiempo hace que me sienta útil y que sin ella me resulta difícil reconocer la realidad más inmediata. Las farolas, los coches, los parques, las avenidas. Incluso los objetos más cercanos, como esta mesa en la que escribo, sin ella adquieren contornos irreconocibles y terminan por angustiarme.

La otra noche tuve una pesadilla. Soñaba que se había perdido la aguja grande de mi despertador. El tiempo se detuvo y, lejos de alegrarme porque ningún año podría ya envejecerme, me entró una desazón inexplicable que me hizo despertar.

Es verdad. Me gusta mirar el reloj y comprobar que las agujas se mueven. Saber que inevitablemente llegarán las horas, una tras otra a su debido tiempo, me reconforta. No en vano, ellas me organizan con precisión el día en momentos perfectamente definidos y hacen que comparta espacios. La hora de levantarme, la de trabajar, la de comer, la del descanso, la del ocio, la de ir, la de venir. ¿Cómo olvidar el reloj a cada instante?

Si algún día me faltase se habría roto el vínculo que me une al mundo y, sin referencias, sería un ser a la deriva por más que tratase de enderezar el rumbo.