La remodelación del Teatro Principal de Zamora se ha convertido en la penúltima obra pública interrumpida por problemas de solvencia de la empresa adjudicataria. La casuística en la provincia sigue a la orden del día sin que la nueva Ley de Contratos de las Administraciones Públicas de 2017 haya corregido situaciones como la que se daba también el pasado mes de julio con el pavimento de algunas calles, con empresa "a la fuga" incluida, dejando las vías con el fresado y sin la capa de asfalto. Las dos obras mencionadas corresponden al Ayuntamiento de Zamora, pero no se trata de un patrimonio exclusivo de ninguna administración.

El ejemplo paradigmático corresponde, sin duda, al prometido Palacio de Congresos por la Junta de Castilla y León en la penúltima legislatura de Juan Vicente Herrera. Doce millones de euros de presupuesto de los que se malgastaron más de dos en abrir un agujero y otro más, posteriormente, para taparlo. Por medio, la quiebra de la constructora a la que se había adjudicado, una de las grandes de Castilla y León fenecidas durante la crisis, y el dinero restante que la Administración regional había asignado en presupuestos a Zamora, de vuelta al bolsillo de las arcas ubicadas en Valladolid y con destino desconocido, al menos para los zamoranos, que siguen esperando la reedición del acuerdo entre Ayuntamiento y Junta para ubicar allí un centro cultural más el Conservatorio de Música. El resumen de este despropósito ilustra perfectamente por qué las Administraciones, todas, deberían afinar más a la hora de plantear la adjudicación de una obra o servicio.

El sistema que más comúnmente se utiliza en las licitaciones de obras públicas (excluyendo las que, por su presupuesto, son consideradas "menores"), es el de concurso. En el pasado este sistema era reivindicado frente a la subasta, por las empresas por entender que no sólo debía ser la económica la única variable a tener en cuenta por parte de la mesa de contratación. De paso, en algunas ocasiones, los criterios más "subjetivos" servían para "colar" medidas proteccionistas que favorecieran a las empresas locales, ahora totalmente prohibido. Mucho se discutió sobre todo esto décadas atrás en la Diputación de Zamora, en aquellos años en los que la construcción suponía uno de los pilares económicos de la provincia y sus principales actores mantenían estrechas relaciones con los responsables de las instituciones regidas por partidos políticos.

La profunda crisis económica tuvo un impacto terrible en el sector, que perdió casi el 50% de las empresas y destruyó más de 70.000 empleos solo en Castilla y León. Lejos de haberse saneado, los continuos parones en obras de licitación reciente demuestran que todavía hay empresas en plena huida hacia adelante con los evidentes perjuicios para el resto de contratistas, el prestigio del contratante y, en definitiva, para los ciudadanos que son quienes pagan por tener a su disposición bienes e infraestructuras ofertadas por los responsables institucionales.

La filosofía de la ley aprobada dos años atrás obliga a las administraciones a buscar la mejor relación calidad/precio en las adjudicaciones públicas, lo que entrañaría estudiar detenidamente otros factores además del coste, que puede subir, a mayores, con la presentación de "reformados" una vez comienzan los trabajos. La oferta económica, sin embargo, sigue pesando cerca de un 60% a la hora de aplicar el baremo legal y, en algunos casos, empresas en claras dificultades económicas acuden con fuertes bajas sobre el presupuesto de licitación que le sirven solo para intentar salvar la situación unos meses antes de la debacle definitiva. Los propios constructores defienden que las "ofertas anormalmente bajas", que es como se denomina ahora a las conocidas como "temerarias", deberían ser consideradas con la baja media más 2,5 puntos en lugar de los diez que se tienen en cuenta. Elevar los avales hasta el 10% del coste de los trabajos ante el riesgo de posible incumplimiento o en obras cuya adjudicación haya quedado anteriormente desierta, como ocurrió con la reconversión del antiguo Banco de España. Si aún así, la mesa de contratación aceptara la oferta, existen mecanismos legales capaces de disuadir a las empresas que saben que no podrán cumplir con su obligación: la aplicación de la Ley de Morosidad y, sobre todo, la inhabilitación del contratista.

En caso de que, exigidas todas estas garantías, se produjera el incumplimiento y las obras se paralizan, la rescisión del contrato debería aplicarse de forma rápida con una resolución que diera audiencia al contratista y el informe pertinente del Consejo Consultivo. Lo contrario puede demorar una obra de verdadera necesidad durante años. Para ello, solo hay que mirar hacia el antiguo matadero cuyo proyecto se arrastra desde hace tres décadas. Cuando al fin se adjudicó, 12 años atrás, se hizo a una empresa que ya había dado problemas en las obras de pavimentado de la ciudad. La quiebra definitiva dejó por el camino 1,4 millones de euros ya pagados a la firma, perdidos durante los años de abandono en los que las instalaciones fueron literalmente saqueadas por los vándalos. El edificio acabará costando, tras la última adjudicación hace tres meses, un millón de euros más de lo previsto entre obra y reposición de lo perdido. Está claro, pues, que las mesas de contratación deben elaborar pliegos de condiciones de manera más sutil, donde se garantice, además del conocimiento técnico de la obra al que obliga la ley, por ejemplo, el acopio de materiales en un lugar geográfico cercano a la ubicación de los trabajos, y, sobre todo, a establecer cuantas medidas preventivas sean posibles, además de reaccionar inmediatamente en caso de incumplimiento. Todas estas cualidades se dan por supuestas en una administración que vela realmente por los intereses de sus ciudadanos, lo que entraña una burocracia ágil y atenta, apropiada para el siglo en el que estamos, aunque la sensación, sea, muchas veces, que la maquinaria administrativa aún se mueve a ritmos inaceptables.