La vez pasada dejé solo mencionados tres valores que hoy cotizan poco en "bolsa" pero que son imprescindibles si nos ponemos a tiro de nuestro Dios y no queremos quedarnos con la sensación de que poco o nada ha ocurrido. El silencio, la atención y la receptividad son tres aspectos que me gustaría comentar lo poco que nos permite esta pequeña columna.

Buen ejemplo de lo primero fue aquella inolvidable y multitudinaria adoración eucarística que dirigió Benedicto XVI en el Hyde Park de Londres; o, más recientemente, la que también tuvo lugar en la última JMJ en Panamá, con el Papa Francisco. La TV que, en sus retransmisiones, necesita de continuas conversaciones y comentaristas, se queda muda y descolocada ante esos silencios que ya lo dicen todo sin que nadie tenga que decir nada. Además del "silencio", la adoración necesita también de la "atención". Ni qué decir tiene, para constatar quién domina en una relación de pareja, cuando se les ve sentados en un restaurante, uno frente a otro, mirando las pantallas de sus móviles. No cabe duda que atendemos a lo que más apreciamos. Y, en el caso de la adoración eucarística, atendemos al Señor por más que "la loca de la casa" (la imaginación) que diría Sta. Teresa trate de impedírnoslo.

Por último, la adoración también requiere de nosotros "receptividad". No seamos tan ingenuos pensando que hacemos un favor a Dios poniéndonos delante de él, como si nuestras oraciones le añadieran algo. Sucede justo al contrario: en el silencio y la atención recibimos cuanto necesitamos de Él; se derrocha en nosotros aunque no lo veamos o sintamos. También puestos al sol, estando en el campo o tumbados en la playa, no lo notaremos al principio pero eso no impide que el bronceado vaya produciéndose poco a poco. De forma semejante, en la adoración, si dejamos a Dios que sea Dios, recibiremos la verdad acerca de Él y acerca de nosotros mismos. Laterá en nosotros ese deseo de infinito que llevamos inscrito en la estructura creatural de nuestro ser.

Si Jesús ocupa el centro del corazón de un cristiano y de una parroquia, movimiento o comunidad, la adoración tendría que ser la mejor Escuela para aprender a amarle de tal modo que, ese amor, repercuta o contagie después nuestras relaciones con los demás. Ponerse a tiro y estar dispuestos a recibir de Él lo que quiera darnos va haciendo crecer y ensanchar nuestra interioridad. Hoy sobran corazones duros como los que el mismo Jesús tuvo que sufrir por el rechazo de su persona y su mensaje. Sin embargo, los corazones que a Él se abren logran vidas unificadas, fecundas y alegres.