Ha muerto en Zamora una mujer a quien no conocían más que sus familiares y parientes y un puñado de amigos, vecinos y paisanos que la apreciaban y que la echarán de menos. Tenía noventa y cinco años y los tres últimos los había pasado en una residencia geriátrica, donde había ingresado desde que se cayó y se rompió una cadera, o desde que se rompió una cadera y se cayó, que en estos casos nunca se sabe qué sucede primero.

Pero hasta ese momento era autónoma en su vida cotidiana. Salía a hacer la compra y casi se enfadaba si pretendías sustituirla en cualquier tarea que ella considerara suya. Mantenía el orden y la limpieza de su hogar, cosía casi a tientas y cocinaba estupendamente, a fuego lento, sabrosísimas comidas de cuchara, jugaba a las cartas y veía cada día el concurso televisivo Pasapalabra, porque se basaba más en las palabras que en las imágenes. Las luces del rosco no le eran imprescindibles para seguir su desarrollo.

Hasta entonces tenía una mala salud de hierro. Le habían diagnosticado un cáncer varios años antes con el pronóstico de que viviría dos años, pero llegó a vivir diez. Así que, con esa perspectiva, cuando comenzó a perder visión por el glaucoma no se preocupó demasiado. Creía que la muerte le llegaría antes que la ceguera. No fue así y en los últimos tiempos veía muy mal, aunque conservaba un oído en plenas condiciones. Reconocía a sus hijas por el sonido de sus pasos en el pasillo y desde ese momento comenzaba a alegrarse. Y por sus siluetas: adivinaba cuándo estaban guapas y bien vestidas y cuándo las prisas les habían impedido prepararse mejor.

En esas condiciones sufrió un segundo percance que desencadenó el proceso final: primero la conmoción de los suyos por la brusca aparición de la enfermedad y luego la resignación cuando los médicos hablaron de una gravedad irreversible en su fatigada naturaleza. En su dolor físico final, no pedía consuelo a quienes la rodeaban, sino que era ella quien lo proporcionaba.

Tenía el carácter amable, pero nada artificioso, de quien ha vivido mucho y sabe distinguir lo importante de lo banal. Era una de esas personas austeras que necesitan muy poco y se conforman con lo que tienen, por lo que no precisan halagar a nadie ni aparentar o fingir lo que no sienten. También lo era en la expresión de las emociones: no acostumbraba a llorar. La primera vez que hablamos me dijo 'Cuida de mi hija', y luego, durante los años en que compartimos afecto, siempre me daba las gracias, cuando era yo quien me sentía agradecido con ella. 'Gracias' fue la última palabra que le oí, como si me la quitara de la boca, pues era yo quien tenía que haberlas dado por abrir su puerta sin indagar quién era, por su confianza inquebrantable.

Tenía unas virtudes que, tal vez poco heroicas hoy en día, en cambio facilitan la vida de los que están alrededor: la generosidad y la tolerancia, dos cualidades no frecuentes en una generación que vivió en los tiempos de la escasez y de la intolerancia. No pedía nada a cambio de lo que daba y no pronunciaba palabras amargas o venenosas contra nadie, por muy opuestas que fueran sus ideas políticas, sociales o religiosas.

Era increíblemente moderna, y nunca se quejaba de los malos tiempos actuales comparándolos con los tiempos antiguos, no apelaba a viejos y recalentados valores morales para denigrar los defectos del presente. Había trabajado mucho en una infancia rural, lo suficiente para no olvidar la dureza del pasado y para poder apreciar las ventajas de la modernidad. También tenía una memoria prodigiosa y le gustaba recitar largos poemas que había aprendido en su infancia nueve décadas antes. Hablando de la longevidad de esa generación, una amiga me dijo un día que eso no sucedería con nosotros. Quienes nacieron en las primeras décadas de siglo, antes de la Guerra Civil, eran tan resistentes, tan duros, tan inmortales porque habían sobrevivido en unas circunstancias excepcionales. Muchos niños de entonces morían en edades muy tempranas a causa de gripes, fiebres e infecciones de todo tipo y carencias de asistencia sanitaria. La penicilina llegó después de la Segunda Guerra Mundial, y el niño que sobrevivía sin antibióticos en aquellas condiciones de insalubridad, de alimentación deficiente, de falta de medicinas, desarrollaba una naturaleza de hierro, generaba unos anticuerpos entrenados para combatir con solvencia las bacterias futuras. Las generaciones posteriores, en cambio, tan cuidadas con vacunas, antibióticos, analgésicos, éramos más débiles y moriríamos antes, no alcanzaríamos su misma longevidad, con lo que el sistema de pensiones lograría mantenerse.

Ahora ya tiene el descanso que pedía para ella y para todos los que la rodeaban. Se llamaba Manuela Rapado de Toro, murió el mismo día del año en que se había casado, como si cerrara un círculo con las dos fechas más importantes de su vida, y su cadáver reposa en Muelas del Pan, uno de esos pequeños cementerios de un pueblo castellano de la España vacía. Descanse en paz.