Viví algunos años de mi infancia en el barrio del casco antiguo, cuyo epicentro era, es, el convento de las clarisas descalzas donde se venera la imagen de la Virgen del Tránsito. En mi última estancia en mi ciudad natal me acerqué a este barrio y rememoré las carreras que me hacía por la acera de la iglesia de este convento. Tendría yo unos ocho años cuando me imaginaba ser una locomotora. Sí, es de risa. Yo me imaginaba, no que era un león o un supermán o un bombero, no; era una locomotora, así como lo oyen, y es que unos años antes habíamos vivido en Medina del Campo donde mi padre ejercía como arquitecto del Ayuntamiento, y nada me impresionaba tanto como ir a la magnífica estación de ferrocarril de esta ciudad y ver la llegada de aquellos monstruos de acero y hierro gigantescos, majestuosos, poderoso, que, con estruendo infernal, resoplando y arrojando blancos vapores por los bajos de su maquinaria y un penacho de humo negro por la chimenea, e detenían junto al andén. Pues lo mismo yo. Corría por la acera del Tránsito como si fuera el andén de una estación imaginaria, resoplando, moviendo los brazos como si fueran bielas y pitando "¡Piiiii, piiiiii ....!", hasta, finalmente, desacelerar y detenerme extenuado junto a la vivienda de la demandadera del convento.

Nosotros vivíamos en la casa que hace esquina en la Rúa de los Francos con la calle Pizarro. Frente a ella había, hay, un bonito edificio, contiguo a la Magdalena, donde vivía una persona maravillosa, una solterona de oro, a la que yo vi siempre igual, siempre joven, como si la naturaleza le hubiera otorgado el don de no envejecer. Se llamaba Conchita Miranda, que en gloria esté. Vecino de esta casa estaba el colegio del Amor de Dios donde yo aprendí las primeras letras: "La eme con la a, ma, la eme con la e me, la eme con la i, mi", cantábamos, y así, hasta el infinito.

Nuestra calle entonces era tranquila y apenas había tráfico, solamente se animaba cuando pasaban en Semana Santa las procesiones que presenciábamos desde el mirador de la vivienda. Recuerdo vivamente el día primaveral, ya atardecido, un Miércoles Santo, cuando aparecían por un extremo de la rúa unos encapuchados montando cabalgaduras bellamente enjaezadas, a los que seguían filas interminables de fantasmas con hachones encendidos y capirotes, rojos, como llamas, desfilando en un silencio piadoso, en una noche única, una noche mágica.

La parte posterior de nuestro piso tenía una galería que daba vistas al rio y a los tejados de las casas de los barrios bajos. Algunas tardes veíamos desde ella a unos soldados que bajaban la cuesta y se perdían en unas casas "misteriosas". Fue una tarde cuando unos mozalbetes desde lo alto de la calle empezaron a lanzar piedras sobre las casas "misteriosas" y entonces, súbitamente, salieron de ellas unas mujeres pintarrajeadas como demonios que vomitaban de sus bocas, como sapos y culebras, palabrotas y blasfemias que los chicos recibían con risotadas y escandaloso jolgorio. Pasado un tiempo nos enteramos de que los mozos de uniforme caqui iban a aquellas casas a hacer la instrucción, entiéndaseme, no la instrucción militar, que la hacían en el cuartel, sino la instrucción sexual que impartían aquellas suripantas de aspecto solanesco, aliviándoles, en cierta medida, de los rigores de la vida castrense.

Resulta sorprendente que en un espacio de unos pocos metros cuadrados existieran simultáneamente tres conventos: las clarisas, custodias de la Virgen del Tránsito, las siervas de María, que atendían de noche a los enfermos, y las monjas del Amor de Dios, que atendían el colegio. Y, además, una iglesia próxima, la parroquia de san Ildefonso, donde yo hice mi primera comunión. Para nosotros los niños, el convento del Tránsito tenía el interés de que las monjas nos proporcionaban a través del torno los residuos de las obleas con las que hacían las sagradas formas, que zampábamos golosamente. A la Virgen la veíamos de lejos, en su camarín, como algo distante y misterioso, envuelta en una aureola luminosa. La verdad es que su rostros acharolado y liso de muñecona grande no me inspira devoción, además me recuerda los rostros de las vírgenes andaluzas, todas cortadas por el mismo patrón, donde parecen como asfixiadas con tanta parafernalia de vestiduras lujosas, mantos suntuosos, velas, joyas, luces... Y no digamos cuando las procesionan sometiéndolas en ocasiones a un frenético bamboleo que no veas, por no hablar del espectáculo tribal del salto de la reja en el Rocío.

Pero en Zamora hay otra Virgen del Tránsito que apenas se conoce. Es una imagen que se halla en el monasterio de la Ascensión, a unos cuatro kilómetros del centro urbano de nuestra ciudad, en la carretera de Fuentesaúco, que las "orantes et laborantes" hijas de san Benito guardan devotamente en su claustro. Esta imagen es de gran sencillez, sin pretender valorar aquí su mérito artístico. La placidez, dulzura y serenidad de su rostro me impresionan gratamente. Las benedictinas se refieren a ella como la Virgen Dormida. Recordemos que los cristianos de rito oriental conocen este tránsito de la vida terrenal de la Virgen a la vida celestial como la dormición de María Santísima. La Virgen no muere, está dormida y es así como es arrebatada, "assumpta", en cuerpo y alma, a los cielos. ¿Y qué es la muerte? En el catecismo nos enseñaron que la muerte es, por un lado, el cese de las funciones biológicas y fisiológicas del cuerpo, su destrucción, y, por otro lado, el abandono del espíritu o alma del cuerpo con el que formaba un totum compositum. ¿Y no nos referimos a veces a la muerte como el "sueño eterno"? ¿No será así que la muerte es como un sueño sin tiempo, un sueño intemporal del cual despertaremos cuando nos sea dado entrar, por designio divino, en el misterio de la eternidad? ¿Pero qué es la eternidad? San Agustín, en sus Confesiones, dice en su diálogo con Dios: "Tus años no fenecen. Tus años son un permanente Hoy" (Libro I, capítulo VI). Y san Pedro en su segunda epístola: "Para el Señor un solo día es como mil años y mil años como un solo día"... Pero no sigamos, que ya por aquí yo me pierdo y doctores tiene la Santa Madre Iglesia.

Festividad grande de nuestra España celebrando la Asunción o Tránsito de la Madre de Dios al cielo. Mi más sentida felicitación a todas las zamoranas que llevan el nombre de Tránsito y, permítaseme una felicitación especial a mi buena amiga Transi, que llora la reciente pérdida de su esposo Ricardo Prieto, el cual ha estado casi toda su vida al frente del negocio familiar, en un lugar de mucha solera ubicado en la plaza de Sagasta. Finalmente, felicitémonos todos los zamoranos y zamoranas por tener una Virgen que veneramos en dos de nuestros conventos pidiéndole nos siga amparando y velado por nuestro bienestar, armonía, alegría, paz y amor. Amén.