No sé si es el calor del verano que obnubila el cerebro o que socialmente nos estamos volviendo intransigentes, sectarios, fanáticos, intolerantes y presos de todas las fobias habidas y por haber, lo cierto es que no pasa un solo día sin que conozcamos uno o varios episodios de violencia que ponen los pelos como escarpias. Violencia de tipo sexual que se perpetra contra mujeres y niñas por españolitos de Sevilla o de Valencia, francesitos de París, inglesitos de Londres, moritos de Marruecos. Dice una persona a la que mucho admiro, "como si quieren ser de Villanubla". La única etiqueta válida es la de violador, la de agresor sexual. El origen es lo de menos.

Están desatados. Estos y los que hacen de la homofobia una cuestión de honor. Mire usted, comienzo por decir que, desde hace muchos años, tengo un buen número de amigos homosexuales, me gusta más esta palabra que la de 'gay' y mucho más que esa otra palabra de 'maricón de mierda' que está en boca de todos los que tienen la patada y el insulto a punto. Son gente encantadora, educada, maravillosa con cuya amistad me honran y de la que presumo abiertamente. No me gusta que los miren de otra manera y mucho menos que los traten con desprecio, ni siquiera con displicencia y obviamente, que no los insulten porque en ese momento me pongo enfrente y enfrentada al maldiciente.

No se entiende muy bien que a estas alturas de democracia o puede que no democracia, que a estas alturas de siglo, ¡estamos en el XXI!, haya gente que se permita esperar a la salida de un cine, de su casa, de una discoteca o de un restaurante, a uno o varios homosexuales, para propinarles una paliza de muerte al grito de "puto maricón". Yo no creo que esta gente vaya metiéndose con nadie, gritando "puto heterosexual" o provocando al personal para que se tomen su presencia a la tremenda. Qué quieren algunos, ¿encerrarlos en guetos y dejar que se pudran? Mire usted a quienes hay que encerrar hasta que se pudran es a los agresores sexuales. Lamentablemente estos siguen saliendo.

Me parece una salvajada que un grupo de jóvenes, ¿una manada?, esperara a un joven italiano y su pareja a la salida de una discoteca en Valencia, los insultaran gravemente, acorralaran a la víctima, la redujeran y comenzaran a propinarle golpes donde pillaban, fundamentalmente en la cara que se la quedaron como la del ecce homo. Estos episodios se repiten con demasiada asiduidad, convierten a España en un país de intolerantes. Esto ya es peor que el Bronx y Hill Street. En la realidad no hay superpolis que persiguen a los agresores hasta darles caza, manteniendo a raya a estas 'maras' nacionales. Entre los de fuera y los de dentro, hay una caterva de salvajes urbanos y de autopista sobre los que debe caer todo el peso de la ley.

Rematadamente mal el que agrede y muy mal el que consiente, el que actúa de forma pasiva, el que se queda a mirar sin llamar a la policía. Sé que intervenir supone llevarse, a lo mejor, un mamporro, pero, ya digo, se puede llamar a la Policía, se pueden hacer muchas cosas a lo mejor no para impedir, pero sí para minimizar la agresión. Siento vergüenza. Esto no me parece España. Los españoles no sé si no somos o no éramos así, de esa forma. En el mundo nos tienen que conocer y reconocer por los valores que nos enorgullecen a todos, no por estos episodios denigrantes. Encima, la tienen tomada con los más débiles. Porque personas como el italiano agredido, suelen ser perceptivos. Ni las bufonadas del 'orgullo gay' que no ayudan a normalizar las cosas, ni salvajadas como esta que dicen muy poco de un país tolerante y avanzado.