El Tribunal Supremo acaba de tumbar definitivamente el decreto de la Junta de Castilla y León que regula las residencias y los centros para mayores y viene a dar la razón a quienes argumentaron que dicha ley mostraba aspectos demasiado confusos sobre los recursos humanos de los que debería estar dotado cada centro, así como a la adaptación a las necesidades de los usuarios. La normativa de 2017 fue recurrida previamente, en noviembre de 2018, ante el Tribunal Superior por el colectivo de trabajadores, entre ellos el sindicato de Enfermería, lo que tuvo como consecuencia un primer varapalo que confirma ahora el auto emitido por el Supremo que, además, condena en costas a la Administración regional. El vacío legal coincide en el tiempo con una nueva denuncia en una residencia de la comarca de Sayago sobre supuestas irregularidades que afectan a la atención directa de los usuarios, mientras permanece subjudice la investigación acerca de presuntos malos tratos en Montamarta. Lamentablemente, tampoco se trata de los primeros conflictos de este tipo que ponen en evidencia la escasez de recursos para el control de un sector tan sensible como son los mayores, un colectivo de enorme peso demográfico en la región y, particularmente, en Zamora.

La provincia zamorana tiene la tasa más alta de España de mayores de 65 años, el 30,2% frente al 24,7% de media en Castilla y León y del 18,8% en el conjunto del estado. Existen más de 4.300 plazas en residencias, repartidas entre públicas y privadas. A pesar de esa demanda en potencia, Zamora es la sexta provincia del conjunto nacional a la hora de contar recursos. Por delante se encuentran Soria, Palencia, Guadalajara, Ávila y Segovia, según un estudio del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) sobre "Envejecimiento en red". No cabe duda, pues, de la importancia que cobran todos los servicios destinados a los mayores y en particular a los de más edad, que suele coincidir con situaciones de mayor dependencia.

La filosofía que emanaba del decreto ahora anulado en instancia judicial era válida de partida, proponiendo un cambio de modelo hacia uno en el que se primara la atención a la persona, superando el tradicional como ya viene haciéndose, de hecho, en aquellos establecimientos que tratan de evolucionar como lo hacen las necesidades y perfiles de las nuevas generaciones de usuarios. Sobre la letra se trataba de garantizar aspectos básicos en cuanto a cuidados, higiene, salud, inclusión social y expectativas personales siempre desde un ámbito que defendía la autonomía de decisiones del afectado frente al concepto residencial equiparable a la hospitalización, si bien dicha autonomía admite matices dependiendo del grado de dependencia del mayor en cuestión. Y ese aspecto pesaba notablemente a la hora de afrontar la dificultad de aplicar la moderna filosofía en la práctica diaria. Porque ese moderno concepto significa la dotación suficiente de recursos para atender a la demanda de las nuevas generaciones que superan esa franja de edad. Personas con mucha más formación, información y, por tanto, conscientes de sus derechos como usuarios. Y aunque la Junta de Castilla y León esté trabajando en el texto de un nuevo decreto, a sabiendas, probablemente, de que la resolución judicial no sería favorable como al final ha ocurrido, no se conocen aún datos de ese otro texto que permitan presumir que se ha trabajado lo suficiente para eliminar las sombras detectadas en las primeras redacciones, tres en total si contamos el texto de 2016 que tampoco pudo desarrollarse.

En la norma anulada esta semana por el Supremo se alude a un mínimo de profesionales conforme a los usuarios, pero no se relaciona dicha dotación con los grados de dependencia y enfermedades, dejando en el limbo una cuestión vital que debería quedar claramente establecida. Tampoco parece de recibo que una Administración que reconoce los enormes problemas derivados de la falta de profesionales sanitarios establezca por ley que los usuarios sean atendidos, en general, en Atención Primaria, suprimiendo o reduciendo los puestos correspondientes a médicos, enfermeras y fisioterapeutas en centros que deben estar obligados a mantener una supervisión diaria de quienes ocupan las plazas de residentes, porque, precisamente, ese es uno de los puntos básicos de la calidad de vida que enuncia la ley y también los derechos básicos de todos los ciudadanos. Ratios de una enfermera por cada quince usuarios no garantizan dicha calidad de vida, contradiciendo las intenciones expresadas por la norma derogada. Sobre todo, en centros de más de cien internos, como es el caso de muchas residencias de Zamora. Otro tanto puede decirse de la situación de los auxiliares sanitarios, los que habitualmente llevan la carga de trabajo a diario. La normativa debe ser lo suficientemente expresa y concisa sobre la ratio para garantizar una atención adecuada en todos y cada uno de los casos, de los más válidos a los más dependientes. La realidad, sin embargo, demuestra que hay casos como el mencionado de Montamarta, en que la sobrecarga de las labores asignadas a los empleados aparece reconocida incluso en los informes previos de la Guardia Civil. Por tanto, urge la regulación de efectivos, jornadas y también de la cualificación de los contratados.

La mayoría de las residencias de Zamora son de titularidad pública, pero existen concesiones administrativas además de los negocios privados. La nueva ley debe ser absolutamente transparente en el proceso de adjudicación o de concesión de licencias a operadores externos. Si la Administración consagra el derecho de los mayores a disponer de un alojamiento adecuado y se reconoce como la responsable última en la planificación, ordenación, creación y mantenimiento de la red de centros residenciales, aunque involucre también a la iniciativa privada, corresponde a las instituciones velar por el cumplimiento estricto de todas las garantías a las que asiste el derecho de cada persona. Y eso incluye, además, disponer de mecanismos de inspección que sean capaces de detectar problemas antes de encontrarnos escándalos como los protagonizados por algunas residencias privadas en el pasado como la de Fuentesecas donde además de malos tratos y hacinamiento los ancianos eran encerrados por la noche. Los sucesos ocurridos en 2011 se saldaron con el cierre de las instalaciones después de paradojas rocambolescas como que el titular de la residencia apareciera "en paradero desconocido" cuando era alcalde de dicha localidad por el mismo partido que sostenía a la Junta. Y siguen produciéndose casos muy preocupantes, como el de Babilafuente, en Salamanca, desgraciadamente protagonista de un nombrado programa de televisión. Casos vergonzosos que desacreditan, además, el buen hacer y el esfuerzo que realizan a diario otros centros tanto de la red pública como privada. Cuatro inspectores para un colectivo de miles de usuarios en una región extensa y dispersa, resultan, a todas luces, insuficientes.

Dura y urgente misión la primera que se le presenta a la Consejería de Familia recién estrenada por la zamorana Isabel Blanco. Pero son las ocasiones como esta, en la que el fallo judicial ofrece la posibilidad de partir de cero, las que se prestan para asentar los pilares de la atención a los mayores que, por otro lado, ofrece en Castilla y León alguno de sus mejores datos como la tramitación de las solicitudes de la Ley de Dependencia. Las necesidades de una población gravemente envejecida son muchas y muchos los gastos que originan. Con toda seguridad, los problemas de dotación presupuestaria debieran formar parte de los debates en los que se asienten la nueva financiación autonómica, lo que obliga a esperar, una vez más, el acuerdo de Gobierno central. Pero ni siquiera eso puede servir de excusa para que la Junta cumpla con la obligación de velar por el bienestar de sus habitantes de mayor edad.