El fin del bipartidismo ha alumbrado un país inestable que vive instalado en la excepcionalidad. La cultura del pacto, imprescindible en el nuevo escenario, brilla por su ausencia. La actividad pública, que debiera guiarse por criterios racionales y buscar el interés general, transita por el terreno de las emociones, los personalismos y la víscera. El espectáculo de la izquierda peleándose por las poltronas ha sido abyecto. El fiasco de la investidura de Sánchez ha activado la cuenta atrás para la repetición electoral. Si el 22 de septiembre no hay acuerdo, la pelota volverá al tejado de los votantes, el 10 de noviembre. El desgobierno de España es un fracaso de la clase política, que no sabe gestionar la voluntad de los españoles en las urnas.

La política española se ha convertido en una ruleta. Pedro Sánchez, que llegó a la Moncloa gracias a una moción de censura, es el primer Presidente con dos investiduras fallidas. Lleva nueve meses de gobierno mediante decretos leyes, ante la imposibilidad de trenzar una mayoría parlamentaria, y puede llegar a nueve más de gobierno en funciones. Se le pueden reprochar muchas cosas, desmedida ambición de poder entre ellas, pero no se le pueden negar habilidades para la supervivencia en el alambre. Si el desencuentro se mantiene más allá del 22 de septiembre, los españoles serán convocados a las quintas elecciones este año, las segundas generales que habría que repetir por incompetencia de los políticos desde 2016. No hay garantías de que los resultados fueran a ser distintos, entre otras razones porque, pese a la aparición de una nueva formación de izquierdas liderada por Íñigo Errejón, es probable que el PSOE y Unidas Podemos volvieran a necesitarse para gobernar. Lo único que habría evolucionado, sin duda para peor, sería el hartazgo ciudadano.

España tiene un problema de fondo. Independientemente de cómo se acabe solucionando el bloqueo actual, procede una reflexión colectiva sobre el sentido de la tolerancia y la convivencia, incluso sobre la idea de la democracia que tiene el país. Máxime cuando las conquistas asumidas por todos después de 40 años son numerosas, afortunadamente, y las diferencias entre partidos sobre algunos asuntos capitales podrían acabar salvándose con generosidad y diálogo. Sánchez ha insistido durante los últimos días en la necesidad de reformar el artículo 99.3 de la Constitución para dar estabilidad al sistema. En el País Vasco y Asturias el legislador supo anticiparse y no se permite el voto negativo en segunda vuelta. Gracias a esta peculiaridad Adrián Barbón acaba de ser investido Presidente del Principado con 22 apoyos de 45 diputados Todo se puede explorar, pero de momento la culpa no es huérfana, sino de quienes han sido incapaces de administrar el resultado del 28A.

La negociación se dejó para el final. Los llamados a entenderse por expreso deseo del ganador de las elecciones anduvieron tres meses mareando la perdiz, dedicándose a sus intereses partidistas, a las redes sociales, a jugar al "Estratego" mientras dejaban caer las hojas del calendario. Una irresponsabilidad que les hizo llegar sin acuerdo al tiempo de descuento. A juzgar por lo que trascendió, solo hablaron de sillones y vetos personales, en ningún momento de las urgencias de los ciudadanos ni de sus planes para darles respuesta. Fue, sencillamente, estomagante. La desconfianza entre los líderes del PSOE y Unidas Podemos, los reproches e incluso insultos que se cruzaron, no invitan al optimismo. Con los actores actuales, el pacto tampoco es garantía de un gobierno eficiente y estable.

Pedro Sánchez y Albert Rivera, los mismos que el 24 de febrero de 2016 firmaron un acuerdo de gobierno que Pablo Iglesias hizo añicos, no se pueden ni ver tres años después. El bipartidismo ha dado paso a una confrontación entre bloques con abierta competencia en el seno de cada uno de ellos que dinamita cualquier posibilidad de entendimiento. Sánchez, que el 29 de octubre de 2016 dimitió como diputado para no desobedecer el mandato federal que le impedía mantener el "no es no" a Mariano Rajoy, pide ahora la abstención de populares y/o naranjas para sacar al país de la parálisis. O sea que no puede ser sí cuando interesa.

La provisionalidad dura ya demasiado. La clase política no logra cumplir con su obligación, lo cual abona la idea colectiva de que quienes tienen que ofrecer soluciones no solo forman parte del problema sino que contribuyen a agrandarlo. En septiembre será más difícil todavía. Salvo sorpresa, saldrá la sentencia del "procés" y el Reino Unido avanzará implacable hacia la ruptura con Europa. A la espera de ver cómo se reparten las culpas, el menos chamuscado, de momento, es el PP, cuyo líder ha sabido mantenerse a prudente resguardo en una zona templada. Cunde la decepción entre los votantes de izquierdas, que ante una eventual repetición electoral es difícil que vuelvan a movilizarse como lo hicieron en abril. Vox asusta menos. Y de aquí al 22 de septiembre se multiplicará la presión sobre los partidos de centro derecha -especialmente sobre Cs, tras su giro a la derecha-, que deberán sopesar qué sacrificios están dispuestos a hacer para no poner en riesgo el modelo territorial o dejar el gobierno a merced de los separatismos y populismos.

Los verdaderamente perjudicados son los ciudadanos porque aunque la economía sigue creciendo, por inercia o porque sin tomar decisiones nadie se equivoca, los problemas se enquistan y las reformas no pueden esperar eternamente. El FMI acaba de revisar al alza la previsión de subida del IPC para este año, pero el mercado laboral da los primeros síntomas de desaceleración. ¿Se atreverán nuestros políticos a marcharse de vacaciones?