Al salir de la oficina, me pararon dos chicas. No llevaban ninguna identificación, pensé que me iban a preguntar cómo ir a alguna parte. Pero no. Me invitaron a no-se-qué actividades con iglesias y biblias. "No, gracias, tengo bastante con mi propia religión heredada". Me fui.

Lloré en el bautizo, disfruté la comunión y me confirmé por una combinación de respeto a mis abuelas y miedo a no poder casarme por la Iglesia. En una iglesia, con minúscula, para ser más precisa. La institución no puede indignarme más, a sus rituales les guardo cariño.

Fui una niña de pueblo español de interior, nieta de dos abuelas de luto. Creo que tengo el cupo de misas cubierto para las próximas décadas. O eso me digo cuando cada ciertas lunas se me pasa por la cabeza acercarme a una iglesia un domingo. Si estoy en Washington, termino haciendo brunch en The Line, un imponente templo de 1912 convertido en hotel de diseño. Cumple exactamente la misma función social que tuvo ir a misa los primeros diecisiete años de mi vida: me pongo un vestido bonito para salir a picar algo con mis amigas. Procuramos no decir el nombre de Dios en vano.

Con todo este escepticismo y con toda la inmensa rabia que me produce el daño que sigue haciendo la Iglesia, institución, en temas como el derecho a elegir cuándo ser madre o el derecho a protegerse de enfermedades sexuales. Con todo lo que me separa dramáticamente y sin remedio de esa comunidad en la que crecí bastante feliz, esta mañana me levante como reencarnación de mi abuela con un "ay, Jesús, ay" en voz alta nacido en lo más profundo de mi ser.

En Estados Unidos, el país que más te enfrenta a todo tipo de preguntas de identidad -¿blanca? ¿hispana? ¿latina? ¿caucásica?-, concilié -conmigo misma- que soy una católica cultural. Y una de manual. Soy feminista, progresista, defensora de los derechos reproductivos, activista de la igualdad de derechos de los homosexuales, quiero escuelas públicas libres de doctrina religiosa y quiero a la Iglesia lo más lejos posible del Gobierno. Y también me persigno al subir al avión, recito un padrenuestro de urgencia cuando tengo miedo, me encomiendo al Jesusito-de-mi-vida en los peores momentos y me peleo con toda la gente que se ríe de las personas que van a la iglesia. Un respeto.

No hay nada que me parezca más mágico que creer. En lo que cada uno buenamente pueda y quiera. Sin imposiciones, ni misiones de evangelización ni derechos sociales e individuales amputados por el camino. Yo no le rezo el padrenuestro a ningún señor todopoderoso, la fe se la tengo a la fuerza y a la protección de esas abuelas que me llevaban de la mano a la iglesia, con minúscula.

Como todas las identidades impuras, esta contradicción religiosa que soy no encaja bien en ninguno de los casilleros donde se empeñan en meternos en este día y hora tan triste del mundo que nos ha tocado navegar. Ayer me presentaron a una española que no paraba de repetir "es que los latinos todavía son súper católicos" con tremenda cara de asco. Me ofendió profundamente, no quiero pensar cómo lo sintió la amiga centroamericana que compartía cócteles con nosotras.

El catolicismo que a mí me hicieron querer de pequeña no decía en ninguna parte que había que ir con carteles deleznables a acosar a chicas en la puerta de una clínica de abortos. Eso sí que es usar el nombre de Dios en vano. Ser católico era pertenecer a una comunidad de gente que se reunía para cantar, para compartir el festejo y el duelo, para trabajar por los que tuvieron menos suerte. En la manifestación argentina en defensa del aborto legal, seguro y gratuito de 2018, conocí a unas monjas jóvenes defensoras del derecho a elegir. Por unos minutos quise ser de nuevo un poco más que una católica cultural.