No sabría decir cuándo me atrapó el flamenco. Por más que lo intentara no podría precisar el instante exacto, aunque, a decir verdad, ni siquiera sé si existió alguna vez ese momento.

Me inclino a pensar que se trata de un proceso y que las sensaciones que me provoca tienen su origen en una curiosidad innata por los ambientes marginales. Quizá todo empezó, si así fuera, cuando supe de su nacimiento en prostíbulos baratos y tabernas con olor a orines y aguardiente. No sé. En cualquier caso, la fascinación que por él siento viene de tiempo atrás.

Sucedió a últimos del mes pasado. La ciudad de Zamora celebraba la festividad de san Pedro, día grande donde los haya, y la plaza de la Catedral estaba abarrotada. El silencio, sin embargo, era absoluto. Inquietante. Como el que sigue a una gran nevada o como el que, según cuentan, precedía a los prodigios.

A las once en punto suena una guitarra y dos palmeros comienzan a batir palmas. Serios. Circunspectos. Son los acólitos. Patilludos, cetrinos, blusa oscura y pañuelo al cuello.

Con el introito la plaza se convierte, de inmediato, en templo. El escenario, en improvisado altar. La noche se torna diferente y cuando iluminan el tablao ya no hay duda de que algo extraordinario está a punto de suceder. Allí estaba. Inmóvil. Ajena como una diosa. Una mujer espigada de talle estrecho, ojos oscuros y piel morena.

Tiene la mirada perdida. Se contonea. Extiende con voluptuosidad los brazos y gira sobre sí misma en interminable rotación. La simetría es perfecta. Los movimientos, precisos. Sus manos, las de una sibila. O las de una sacerdotisa realizando sortilegios. Es un ritual de formas. El preludio, tal vez, de una celebración atávica.

Comienza a taconear. Como levitando. Sin, apenas, tocar el suelo. El ritmo es obsesivo. Elemental. Un imperceptible traqueteo que poco a poco cobra fuerza y se acrecienta hasta estallar en una apoteosis de convulsiones y taconazos feroces que parece no acabara nunca. La violencia es inusitada. Primitiva y salvaje. Está fuera de sí. Ha perdido el juicio y en su desvarío vaga impenitente por las tablas. Gime. Jadea. Se retuerce. No hay tregua en el forcejeo. La diosa es un torbellino de colores y agoniza ebria de deseo. Su respiración se vuelve ardiente. Tiene el rostro transfigurado. El cuerpo, terso y erizado. Está siendo poseída, no hay duda. Su cintura se agita con ritmo de oleaje, un último estertor y alcanza el clímax. Es el final. El ritual ha terminado pero la bailaora, aún en trance, queda durante un instante exhausta sobre el tablao.

Sucedió a últimos del mes pasado, ya digo, en la plaza de la Catedral y recuerdo que de vuelta a casa tuve la sensación de haber asistido a una liturgia tribal. La misma, probablemente, que vivieron nuestros ancestros en fraguas, minas o majadas. Y es que, la bailaora flamenca no baila. Recita sobre el tablao.