La Luna, que tal vez sigue sin saber "que es tranquila y clara", según conocido poema de Borges, cumple 50 años. Medio siglo, naturalmente si contamos desde el momento en que holló su suelo el aventurero pie humano. Uno, en cambio, no sabe si celebrar esta efeméride porque no sabe si es realmente motivo de fiesta, que lo es sin duda para la ciencia y el progreso, sí, pero quizás no tanto para esa gente que siempre hemos tenido el íntimo convencimiento de que hay cosas que están mejor siendo un misterio, y la Luna era uno de esos sitios a los que mirar sin saber qué había, y nos gustaba que fuese así.

A la Luna, hace cincuenta años, la degradaron de un pisotón a diosa arcaica y olvidada a la que ya sólo le rezan los licántropos y los poetas. Hasta entonces, mandaba sobre las mareas, sobre los ciclos campesinos de la siembra y la siega y también marcaba las fechas de las fiestas de otras divinidades que acaso no eran sino su reflejo. Hasta hace medio siglo, la Luna tenía un simbolismo amplio y complejo que se apagó de golpe, como en un eclipse abrupto. Descubrimos entonces que Plutarco se equivocaba al decir que los difuntos vivían allí una segunda vida y sufrían después una segunda muerte. Todo aquello se rompió. Lo que ganamos aquel día en ciencia lo perdimos en leyenda.

A mí me hubiera gustado que la Luna se mantuviera enigmática, que su luz continuase siendo una invitación a la nostalgia, que nadie pudiera mirarla frente a frente sin que le asaltase un recuerdo. Que, como la lluvia del poeta, la Luna siguiera sucediendo en un pasado en el que no cumpliera años, en el que siguiera haciendo soñar al mundo. Un pasado en el que ni la noche, ni el mar, ni las muchachas recientes fuesen lo mismo sin ella, sin ese algo tan suyo que invitaba a dejarse llevar.

La luna, hasta que Neil Armstrong dio aquel paso, era un misterio antiguo. Siempre envuelta en un halo enigmático, en la bruma de lo desconocido, generaciones y generaciones habían consumido las noches mirándola y pensándola, porque todo secreto es, en sí, una promesa y una razón para soñar, y desvelarlo es siempre un desengaño irreparable, una auténtica faena.