La noche del 5 al 6 de junio de 1944, hace 75 años, las tropas aliadas se pusieron en marcha. Fueron las jornadas más señaladas. Miles y miles de hombres, aviones y vehículos se prepararon. Había sido larga la espera desde que el Tercer Reich derrotara a Francia, en 1940, y los ejércitos anglofranceses tuvieron que retirarse al otro lado del Canal. La preparación había sido ardua y compleja. Desde que EEUU entrara en la guerra, el 7 de diciembre de 1941, habían transcurrido muchos meses, pero no era tarea fácil enviar cientos de millones de toneladas de material bélico y hombres entrenados al otro lado del Atlántico, a Gran Bretaña, la plataforma para iniciar el ataque al continente. Tras muchos meses de discusiones y dudas, de experiencias fallidas y exitosas, en el norte de África, tras la derrota del Afrika Korps y la invasión de Italia, unidades aerotransportadas británicas iniciaban Overlord. Ingleses, polacos, estadounidenses, canadienses, francesas, miles y miles de hombres eran transportados en barcos de trasporte sigilosamente atravesando el canal cuyo objetivo era tomar la costa normanda y establecer una cabeza de playa que permitiera destruir a los ejércitos de Hitler.

Los planes habían sido desarrollados al detalle, se habían identificado casi todas las unidades desplegadas en la región, realizado un hábil servicio de contrainteligencia de desinformación para engañar al OKW alemán (Estado mayor de la Wehrmacht), que no tenía nada claro dónde iba a ser el punto exacto del desembarco y dónde concentrar sus mejores unidades. Todo apuntaba a Calais, allí estaban desplegadas las unidades de élite de las SS panzer. La historia y el cine han contado muchas veces esta célebre operación, considerada como la mayor operación de desembarco conocida hasta la fecha, libros de enorme interés como el clásico El día más largo, de Cornelius Ryan, o los más recientes de Stephen Ambrose y Antony Beevor, quien, este último, incide en el excesivo celo destructivo aliado que causaría la muerte de más de 40.000 civiles, y clarifica los entresijos de la gigantesca operación y los días que la precedieron.

No hay duda de que no había certezas y sí un enorme temor a que fracasase. Recuperarse de un mazazo así, a nivel anímico, podía ser difícil, en la peor de las circunstancias y, además, existía el temor a que la URSS pudiera acabar ocupando Europa ella sola. Hitler estaba, por su parte, convencido, tan alejado de la realidad militar, como lo estuvo desde el inicio de la contienda, de que podría echar a los aliados al mar y ganar un año más de plazo para derrotar a Stalin, en el frente del este, donde se desarrollaba la lucha más cruenta y desesperada. Falló en ambos cálculos, trayendo consigo, un ingente sufrimiento. Alemania no podía hacer frente a tantos enemigos, no tenía capacidad industrial ni humana, y la voluntad, a pesar de todo, ese refugio del fanatismo nazi, solo trajo consigo más desolación y muerte.

El Tercer Reich perdió más hombres en los campos de batalla en 1944 que en todo el resto de la guerra. En el oeste, los aliados arribaron a las playas, hubo una fuerte resistencia, pero nada se podía hacer contra la maquinaria bélica aliada dueña absoluta del cielo y del mar, y que contaba con ingentes fuerzas y medios. Los alemanes respondieron mal y tarde, muchos de sus oficiales, incluido el mítico Rommel, comandante de la franja defensiva de la costa francesa, se hallaban de permiso. No pensaron que los aliados atravesarían el canal con mal tiempo. Erraron. Hasta Hitler se encontraba en la cama, durmiendo, por lo que no se pudieron cursar las órdenes para desplazar a las unidades panzer a la costa. Tal vez, ni con esas hubiesen podido devolver al mar a sus enemigos. Rommel, el mítico Zorro del Desierto, a pesar de que había hecho lo posible por reforzar las defensas, sabía que era poco probable frenar esta avalancha. Y aunque los ejércitos alemanes pudieron contener durante unas semanas el estrecho terreno ganado por los aliados, su incapacidad por echarlos al mar corría en paralelo a una guerra de desgaste que la maquinaria bélica germana no podía igualar.

Finalmente, llegó la ruptura del frente y los ejércitos mecanizados aliados iniciaron su inapelable proceso de liberación del suelo europeo. Tristemente, las odas militares siempre priman sobre las reflexiones pertinentes y críticas sobre los hechos. Nadie niega la importancia de tales acontecimientos y la necesidad de que así sucedieran, pero se pasa por alto el esfuerzo y sacrificio del Ejército rojo que, poco después, el 22 de junio, lograría la mayor victoria militar de la guerra contra la Wehrmacht, en la operación Bagration, destruyendo el Ejército centro alemán, que sería el golpe de gracia casi definitivo para que el sueño continental de Hitler se hundiera.

A partir de ahí, el Tercer Reich fue un moribundo sostenido por los delirios de un megalómano que creía en armas milagrosas para cambiar el signo adverso de una guerra hace tiempo perdida. Y sin embargo, la vieja Europa, liberada del yugo nazi, sigue enfrascada hoy día en su propia guerra, esta vez, contra la invasión de los inmigrantes, contra una realidad que le resulta adversa ante un envejecimiento de la población y el resurgir del ultraderechismo que solo puede traer consigo el mismo fascismo (aunque con otro rostro y formas) al que se derrotó en 1944 en Normandía. Porque las victorias militares son efímeras, son otros factores los que determinan de forma más profunda la Historia y marca el signo de los tiempos. Europa ha de celebrar no los éxitos sino las derrotas y fracasos, pues es la única manera de comprender y obtener conclusiones válidas que nos lleven a poner encima de la mesa no solo a los héroes sino a las víctimas, el recordatorio de los valores humanos por los que se luchó, sufrió y murió, ante uno de los regímenes más atroces que ha constituido la Humanidad (junto al estalinismo). Así que hoy más que nunca debemos consagrar esta memoria a valorar ese pasado y a tender un puente adecuado con nuestro presente, aprendiendo de todos los errores que cometimos.