Últimamente se quiere hacer creer a la ciudadanía abandonada a lo largo de años por una clase política cuyas actuaciones abocan peligrosamente a la deslegitimación de nuestra democracia, que la salvación de España está en manos del monarca, los jueces y las fuerzas de seguridad.

Unas instituciones que representan la esencia del poder y sus más firmes pilares no pueden convertirse en banderas de determinadas opciones políticas, por legítimas y deseables que resulten. Poner al monarca, a las altas magistraturas judiciales, militares o policiales en la tesitura de aparecer como los únicos garantes de la unidad nacional, sin la cual nos encaminaríamos al conflicto civil, equivale de alguna manera a reconocer la quiebra del sistema político y la inanidad de sus mecanismos.

Tales instancias, desde la imparcialidad y la representación de toda la ciudadanía, así como de cualquier opción política reconocida dentro del marco constitucional, deben quedar al margen de tales cuestiones, salvo en casos de auténtica excepción bajo forma de asonadas que pongan en jaque al Estado mismo. Algo de lo que mayormente nos encontramos lejos, al margen de consultas artificiales no menos que fraudulentas, acompañadas de algaradas que, incluso masivas, a día de hoy no pasan de un problema de orden público.

De alguna manera, el separatismo está en lo cierto. La solución al problema catalán y vasco ha de ser política, aunque no por la senda desleal y destructiva que se pretende. Compete a una clase política hasta ahora ineficaz, siendo los partidos enzarzados en sus refriegas internas quienes debieran poner manos a la obra, a fin abordar las reformas necesarias, bastante más sencillas de lo que parece sin tener por qué abrir el melón de la reforma constitucional. Tan sencillas como un amplio acuerdo de las fuerzas constitucionales, incluido el PSOE siquiera por cálculo, para abordar mediante ley orgánica la reforma de la ley electoral y la recuperación de competencias como la educación y la sanidad, que jamás debieron cederse a las taifas autonómicas. Puede hacerse, si bien a costa de aquellos que se hallan cómoda y magníficamente instalados en sus baronías territoriales.

Para más adelante, por una u otra vía, quedaría la abolición de un foralismo en materia fiscal, incompatible con el principio de igualdad de los ciudadanos.