Ya lo he dicho más veces: no se cumplió la previsión con la que nos consolábamos cuando los de Izquierda Unida teníamos los resultados electorales más bajos de España, junto con Orense, Lugo, Teruel, Soria y esas provincias que nos han acompañado siempre en la pobreza y ahora en el vaciamiento. Así que cuando llegamos a tener un alcalde en la capital de la provincia "conservadora, caciquil y de derechas", como se la definía social y políticamente a Zamora, no estalló la revolución en el mundo, ni en España. Ni siquiera en esta ciudad.

Que los zamoranos cambiasen su voto tradicional y de derechas no ha supuesto un acontecimiento similar al de la toma de la Bastilla por el pueblo de París en la revolución francesa, ni la toma del Palacio de Invierno por los bolcheviques en la revolución soviética. No ha supuesto siquiera el gesto simbólico que izó la bandera tricolor en el balcón de los ayuntamientos que proclamaron la II República Española. Mucho menos la toma por el Che Guevara "cuando todo Santa Clara se despierta para verte" o la entrada de los "barbudos" en Santiago de Cuba en la revolución cubana.

O quizás sí. Porque el pueblo de París tomó la bastilla movido por la escasez de alimentos para sus familias. Porque el Palacio de Invierno contó con el cansancio y el hastío de los soldados obligados por el gobierno a participar en una guerra que no entendían. Porque las banderas republicanas celebraban el triunfo de los partidos republicanos en unas elecciones municipales. Porque los cubanos estaban hartos de una dictadura que convirtió a Cuba en un garito, "y en eso llegó Fidel".

Porque tal vez ninguno de los hombres y mujeres que vivieron estos grandes acontecimientos épicos fue consciente de que estaba haciendo una revolución que cambiaría el rumbo de la Historia. Quizás porque la Historia se forja con la lírica de las sencillas palabras y hechos de cada día, y no con las grandilocuentes palabras y épicos acontecimientos con la que se narra en la posteridad.

Por eso, como en el libro del que ha tomado prestado el título, "El dios de las pequeñas cosas", de Arundhati Roy, y sin ser conscientes de ello, nuestra gente sigue aferrada a las pequeñas cosas: "Las grandes cosas siempre quedaban dentro. No tenían nada. Ningún futuro. Así que se aferraron a las pequeñas cosas."

Nuestros alcaldes y concejales en los ayuntamientos, nuestros militantes en la sociedad, toda la gente que lucha a nuestro lado en cualquier lugar del mundo, todos están haciendo la revolución de las pequeñas cosas. Que quizás no sea escrita con frases épicas como las que describen los grandes acontecimientos históricos, pero que son como la semilla que germinó en el Neolítico a manos de miles de mujeres para hacer una de las mayores revoluciones de la Historia, que nos permitió acabar con el hambre trabajando la tierra y nos hizo ciudadanos con derecho al trabajo.

Y hablando de mujeres, de semillas y de revolución, o sea, de las pequeñas cosas, hoy quiero recordar una conversación con una mujer que luchó toda la vida. La conocí con el pelo ralo por la "quimio" empujando la silla de ruedas de su hija por culpa de un accidente, que no le impedía estar apoyando una de las causas perdidas en las que nos encontramos, en concreto para que no se construyeran unas casas que taparan la Muralla en San Isidoro. Perdimos esa batalla pero siguieron con nosotros dando guerra -que no haciéndola. A base de pequeñas cosas y mucho compromiso, María Eugenia, Maru, llegó a ser concejala de Cultura -pese a que estaba predestinada a serlo de tapas- y a hacernos felices con su actividad como ya lo éramos con su compañía. Hablando entre madres con su madre, un día llegamos a la conclusión de que ella no se iba a morir sin ver a su hija andando "aunque sólo sea con muletas". Y hace unos días se fue. Y se fue porque Maru no necesita muletas, porque le han salido alas para volar: las que su madre le ha ido haciendo durante toda su vida. Se llama Agripina, Agripinuca, Uca, como las pequeñas cosas. Maru no anda ¡vuela! (También porque es del grupo de las hijas de las brujas que no pudieron quemar).

Como ellas y con ellas, andamos en el ayuntamiento con esas pequeñas cosas que no parecen tener importancia, pero que son como las que hacían las mujeres para dar de comer a sus hijos, como los soldados "bolches" para acabar con las guerras injustas, como los concejales que izaron la bandera que votó su pueblo o como los guerrilleros hartos del dictador. Bueno, no tanto, evidentemente.

Pero quizás un día en la Historia de Zamora, junto con el Motín de la Trucha se cuente: un día Zamora cambió su voto tradicional de derechas hacia izquierda unida. Quizás lo llamen "el efecto Guarido", pero será mucho menos, o mucho más: una revolución de las pequeñas cosas.