¿Alguna vez has observado, desde un punto elevado, la línea del horizonte cuando ésta está formada en su totalidad por las luces nocturnas de una gran ciudad? Lo he hecho recientemente. Las luces titilaban a los lejos con ese ligero cimbreo que recuerda al fuego, al agua, al viento, a la vida.

Luces inertes señalando como banderas que allí, en torno a ellas, debajo de ellas, un inmenso pero insignificante hormiguero humano dormía en reposo o se desplazaba, sin que en la distancia se pueda apreciar el menor ruido, ningún movimiento físico, ninguna variación más allá del leve pero constante y caprichoso, irrelevante por tanto, baile de color resina del alumbrado público.

A esa distancia nada se proyecta de las inquietudes, los anhelos, los esfuerzos, las cuitas, ambiciones y pasiones de los humanos que allí habitan y por allí pululan. Tanta importancia como nos damos y resulta que a escasos miles de metros, millones de habitantes son solo una mera suposición para el observador curioso. Todos cabrían sin problema en la probeta del tiempo que nos traslada bajo las estrellas, de la muerte a la vida y de ésta otra vez a la muerte como elementales partes de una naturaleza a la que, por otro lado y como nos descubrió la filosofía, hacemos existir por el mero hecho de observarla e interpretarla.

Vinieron a mi mente título y música de una canción de Christina Rosenvinge: "La distancia adecuada". Y pensé si es la línea del horizonte, siempre cercana y siempre inalcanzable, la que marca la distancia adecuada para tratar de entender que nunca podremos entender quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos.

No era el calor, la noche estaba agradablemente fresca y los árboles bajo el balcón movían sus hojas llenándose del aire soplado por la invisible boca. No era la noche, ni muy igual ni demasiado distinta de otras muchas. Era, sí, la línea que al fondo, marcando y aniquilando la huella del hombre separaba la tierra del cielo, la que se exhibía, entre insultante y lasciva, aguda y penetrante, pacífica y antropófaga. La línea que, a la distancia adecuada, cambiante e invariable nos recuerda que todas las vicisitudes humanas caben en un grano de arroz, en el hilo de la máquina de coser, en la anchura del ojo de la bíblica aguja. Briznas de polvo cósmico llevadas al azar es lo único que con certeza sabemos que somos.

El universo en una cáscara de nuez, anunció Stephen Hawking, cuestión de cabida. Nuestro universo en el espacio comprendido entre la pantalla de nuestros ojos y la línea del horizonte. Antes de Colón, y tal vez de los vikingos y algún osado habitante de la miríada de islas entre el Índico y el Pacífico, el temor era a los monstruos que acechaban donde el mar terminaba abruptamente. Hoy el temor es a descubrir lo que ya sabemos, que traspasada la línea del horizonte nos saluda otra vez, a la distancia adecuada, otra línea del horizonte. Tal vez siempre la misma.

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