Vaya por delante que para mí el verano no es la estación más deseada, porque, si exceptúo el nacimiento de mi hija, todas mis tragedias, esas bofetadas que de vez en cuando nos da la vida y que no solo nos causan dolor, sino que nos cambian para siempre y pasan a conformar nuestro nuevo yo, han ocurrido en verano, así que cada vez que se aproxima y se instala, siento que mi interior se revuelve y se prepara para la siguiente bofetada, que, afortunadamente, no siempre aparece.

Pero dicho esto, el verano es recibido por el común de los mortales con exaltación e incluso excitación, porque son las vacaciones y el descanso, los viajes, el mar, la montaña, la familia, los amigos, la fiesta y todos los proyectos y placeres que hemos ido pergeñando durante el invierno para que con el calor estival se vayan haciendo realidad y nos acerquen a la felicidad, o al menos a una pequeña parcela de la misma, después de tanto desasosiego del vivir cotidiano.

Y a este júbilo presentido, y muchas veces finalmente logrado, contribuyen los anuncios televisivos, con toda esa gente feliz en una playa, bronceada y siempre sonriente. Y, por supuesto, también contribuyen nuestros amigos de las redes sociales bombardeándonos con terrazas, playas, bebidas y risas, sobre todo risas, muestra de la felicidad del momento.

Sin embargo, y no es por ser aguafiestas, conviviendo con tanto jolgorio y tanto selfie, el verano también es el momento de ponernos frente a nosotros, de pensarnos e intentar poner orden en el desorden del trajín diario, que tanto nos obliga frente a otros y tan poco nos deja para nosotros. Con la llegada del verano viene el tiempo ralentizado, el reloj en la mesilla, y la convivencia con nuestro entorno y con nosotros. Y en esa cámara lenta no siempre nos salen bien las cuentas, o sí. Porque ahora es cuando nos sentimos más nosotros, más dueños de nuestro devenir y más reflexivos sobre lo que somos y dónde vamos. Y así, entre idas y venidas al chiringuito, nos vamos encontrado con nuestro yo más íntimo, que, zafado de las prisas del día a día, reclama, nos reclama, su tiempo para que le escuchemos y nos invita a que miremos si nuestro tiempo cronológico va a la par que nuestro tiempo vivido, o si, por el contrario, unos son los años en el calendario y en la piel y otros muy distintos son aquellos en los que verdaderamente hemos sido dueños de nuestro destino, lo que viene a ser lo mismo que hemos vivido realmente. Y aquí es donde nos jugamos la vida.

Hace muchos años, un entonces joven novelista, Daniel Mújica, escribía, creo recordar que en su segunda novela, Uno se vuelve loco, que no es que el hombre se muera solo, sino que vive solo. Y esta soledad, añado yo, no es ni buena ni mala, simplemente es así, porque, si bien lo miramos, nadie, absolutamente nadie, puede alegrarse tanto de nuestra felicidad ni dolerse tanto de nuestro dolor como nosotros mismos, por mucho que nos lancen la manida frase de te acompaño en el sentimiento. Pero no es simplemente que nuestra vida la vivimos nosotros solos, porque es solo nuestra, sino que, además, la tenemos puesta constantemente al tablero, porque el mero hecho de vivir es ya un riesgo en sí mismo y por eso es importante escucharnos, sentirnos, creernos, para que el tiempo cronológico, ese que pasa inexorablemente, podamos atraparlo y vivirlo en nuestro interior y hacerlo nuestro, porque somos nosotros en nuestro tiempo.

El verano nos da la paz de poder dedicarnos tiempo. Espero que no nos hagamos trampas al solitario y seamos capaces de reconocernos frente a ese espejo que no nos devuelve nuestra imagen externa, sino la interior, y podamos sostenernos la mirada, esbozar una mueca burlona como si fuera una media verónica y con un guiño canalla poder decir que somos quienes queremos ser. Y entonces, solo entonces, podremos decir que hemos tenido un feliz verano.