El verano no debería ser tiempo de encuestas, que las carga el demonio de la trampa, como a las escopetas de feria. El verano debiera ser el tiempo de la calma, de una paz entre budista y vegetal, una forma de aletargamiento que nos permitiera recomponernos, calor a calor, baño a baño, sorbo a sorbo, libro a libro. Sin embargo, siempre hay alguien que para sobresaltarnos viene a poner sobre la mesa un puñado de números como insectos venenosos o como petardos en mitad de la noche.

Llega la última encuesta del CIS como una tormenta de granizo en medio de una excursión a la ermita, palabra en la que se echa de menos la hache como se echaría de menos el campanario, y los políticos corren a refugiarse en los lugares comunes típicos de la política, ese juego en el que nadie tiene jamás la culpa de nada y siempre ganan todos. Acaban de saber, como ya lo sabemos todos, que para la opinión pública son el peor problema de España después del paro, y sin embargo no parecen dispuestos a hacer nada para evitarlo.

Pero detrás de todo ese mirar para otra parte seguro que hay, debe haber, un rictus de pánico. La política hace ya mucho que es profesión y único sustento de un montón de gente, lo que devino en transformar los partidos en una clase muy peculiar de empresa cuyo objetivo es el poder y, desde ahí, el mantenimiento y expansión de la estructura económica de la organización y el personal afecto, por lo que un hartazgo definitivo de los votantes podría provocar una crisis de gran calado. A ver qué haría después toda esa gente que quizás no sepa hacer otra cosa, y que ni siquiera es capaz de llegar a ponerse de acuerdo, que es lo que le viene demandando la ciudadanía desde hace ya mucho, demasiado tiempo.

La política está como está porque en ella no parecen regir las leyes darwinianas de la selección natural, de la supervivencia de los mejores. Nos da la sensación de que, en contra de la ciencia, en ese medio solo prosperan los peores, y quizás esto ocurre precisamente porque los mejores, esa gente que vale lo suficiente para no tener que asumir un medio inhóspito sólo apto para esos estómagos muy resistentes que son capaces de desayunar sapos todos los días y sonreír después para la foto, buscan lugares menos contaminados para vivir y desarrollarse.

Las encuestas hablan de que los españoles estamos hartos de nuestros políticos y sin duda es verdad, pero la cuestión es qué vamos a hacer. Ya nos advirtió Quevedo de que no muda de suerte quien no cambia de costumbres.