El Supremo provocó un escándalo de varias horas al dictaminar, con vistas a una posible exhumación, que Francisco Franco fue "jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936 hasta su fallecimiento el 20 de noviembre de 1975". La artillería se centró en la fecha de acceso al poder, que tenía cuando menos la virtud de simplificar la historia de España, a cambio de suprimir al siempre engorroso Azaña. Por las prisas, se prestó menos atención a la fecha de cierre del mandato. Lo interesante no es datar el auge de la momia en los primeros embates de la Matanza Civil, sino mantenerlo vivo mucho después de su defunción, por el astuto procedimiento de transmutar su desentierro en un atentado.

Por fin, un escrito judicial inapelable determina que la muerte fue peculiarmente injusta con un dictador en su plenitud, y prolonga su vigencia radiante a más de cuarenta años después de la siempre insuficiente partida de defunción. En la oposición a la exhumación se plantea la duda razonable sobre los dictados de la Medicina falible. El altísimo Tribunal no cita expresamente a Vizcaíno Casas, pero cualquier lector aplicado de este Nostradamus debe aplicarse a la hipótesis de que el Generalitísimo se tomara la pausa de los tres días de defunción común a los líderes providenciales. Para resucitar brioso a continuación.

El Supremo alarga y renueva a Franco. Lo rejuvenece con admirable devoción desde el 36 pero, sobre todo, lo actualiza hasta hoy mismo. La prosa jurídica no entumece la emotividad del auto dictado a instancias de los siete nietos del dictadorzuelo. Al contrario, amerita al supuesto finado desde unas páginas habitadas por el sentimiento, peinadas por la duda razonable de que un ser tan singular no debe compartir la suerte colectiva de la extinción a secas. La negativa a la exhumación parte de la prevención de que solo puede practicarse con garantías sobre un muerto.