Las peculiaridades de la docencia no siempre soplan a favor de los maestros. Por un lado, todo el mundo entiende de este asunto que es formar y educar a niños y adolescentes, de manera que no es extraña la situación en la que alumnos y padres opinan, se oponen, o se enfrentan a decisiones educativas, que puede que en ocasiones no sean acertadas, pero que, sin lugar a dudas, están tomadas desde el conocimiento y son puestas en tela de juicio por quienes ignoran el ejercicio docente. ¿A alguien se le ocurriría discutir con su cardiólogo ante un diagnóstico, o, lo que es más curioso, plantearle una solución distinta en función de su comodidad, interés, o el grado de motivación que le genera? Pues en educación esto es un continuo.

Por otro lado, pocas profesiones, si exceptuamos la abogacía, está sujeta a tantas y tan cambiantes legislaciones, que se suceden al ritmo de los cambios gubernamentales, porque cómo los políticos no van a querer dejar su impronta en la educación, aunque eso suponga que una ley suplante a la anterior sin que esta haya sido evaluada y ni siquiera desplegada en su integridad. Cuarenta años de democracia y ocho legislaciones estatales con sus correspondientes matices y variantes en cada una de las diecisiete comunidades autónomas. O sea, una ley cada cinco años, y eso que el gobierno socialista en la anterior legislatura renunció a promulgar el decreto educativo cuyo borrador llegué a leer.

A esto hay que añadir los gurús y los apocalípticos, porque todos coincidimos en que el sistema educativo español hace agua, ahí están los resultados de PISA, o de la OCDE, y también es evidente que la trasferencia de las competencias educativas a las CCAA no ha corregido ni el fracaso escolar, ni el abandono, que nos sitúa en el pelotón de cola de la UE y no solventa la brecha entre comunidades. En este caldo es donde los gurús lanzan sus soluciones innovadoras y los apocalípticos gritan que esto no hay quien lo arregle. Y en medio de ellos los maestros conviven con iPad, tabletas, pizarras digitales, aprendizaje basado en proyectos, aprendizaje cooperativo, neurociencia, competencias, capacidades, e-learning...y los colegios lanzan sus anuncios de enseñanza individualizada, alumnos como protagonista de su aprendizaje, formación integral, calidad educativa y en valores...Eso sí, todo ello con pruebas externas, muchas de ellas de formato y contenido decimonónico, en 3º y 6º de Primaria (no en todas las CCAA), 4º de ESO y la EBAU -o EvAU- que no evalúan prácticamente ninguna de esas metodologías ni tecnologías tan cacareadas, que, por otra parte, nulo seguimiento tienen por parte de las administraciones en cuanto a su desarrollo real en las aulas y, desde luego, ningún indicador que refleje en qué, cómo y cuánto mejoran el aprendizaje. Así que los apocalípticos se atrincheran con sus dardos y los maestros sortean el oleaje de esos tan unamunianos unos y otros con una especie de sentimiento trágico de la enseñanza, o de la agonía de la enseñanza. Pero lo sortean con una grandeza digna de reverencia, porque frente a este maremágnum disparatado, de este caminar hacia ninguna parte en tanto y cuanto que, más allá de palabras grandilocuentes y vacuas, no hay una precisión concreta de dónde se quiere ir al finalizar la escolarización obligatoria, los maestros hacen lo que son: adaptar el caos al día a día de su aula y sus alumnos, a cada uno de ellos, intentando sacar lo mejor de los mismos y acompañándolos no solo en los objetivos académicos, cada vez menos claros, sino en su construcción como personas, que no es baladí, y mucho menos en este contexto.

Y es justamente esta labor de maestro la que no solo los diferencia de los profesores, sino que es percibida tanto por padres como alumnos. El otro día, una maestra y muy amiga mía me mandaba lo que sus alumnos y familias le habían escrito al finalizar el curso. Ahí no se hablaba de metodologías, tecnologías, contextos de aprendizaje y el largo etcétera de innovaciones (algunas, como el aprendizaje cooperativo, tan escandalosamente antiguas como que su precursor fue el pedagogo, filósofo y psicólogo americano John Dewey, fallecido hace 67 años), como tampoco se hubiera hablado de pizarras verdes y tizas. Se elogiaba a mi amiga por conocerles individualmente, acompañarles en su aprendizaje, motivarles, entenderles, quererles como personas, valorarles en sus éxitos; en definitiva, ser su maestra en la tarea de aprender, aprehender y conocerse. Y estas palabras de esos pequeños de infantil son las mismas que dirigen los alumnos mayores a los profesores cuando les perciben no como tales, sino como maestros.

Ahora que están a punto de comenzar las vacaciones estivales de los maestros y que, como todos los años, se habla tanto y por tantos de lo difícil que es conciliar la vida familiar con los niños en casa, y, por supuesto, aunque no se explicite, de la envidia por esas vacaciones, no viene mal hacer una reflexión sobre lo que supone ser maestro hoy en día.

Así que, por mi parte, solo me queda desear feliz descanso a estos maestros y, aunque cada vez más alejado de la tauromaquia, desearles un que Dios reparta suerte, porque el viento no les está pegando de cola para desplegar su maestría, de la que depende no solo el conocimiento de las futuras generaciones, sino qué tipo de ciudadano estamos construyendo.