Pase lo que pase, todo suele pasar últimamente por Cataluña, incluida la formación de Gobierno en España y el regreso de una ultraderecha de la que no se tenían noticias desde los remotos tiempos de Blas Piñar. El proceso un tanto kafkiano que abrió formalmente Artur Mas ha derivado en un conflicto -o para ser más exactos: el conflicto- que lo acapara y condiciona todo.

Dos personajes y un conflicto suelen ser, en realidad, lo único que se necesita para armar un relato, una película o uno de esos programas de televisión en los que el guionista confronta a un par de invitados gritones en la seguridad de que el debate garantizará una elevada audiencia. Lo mismo sucede con la política.

Basta en este caso con transformar a Cataluña y España en dos sujetos políticos distintos, de los que se habla ya con toda naturalidad; y a continuación ensanchar la idea de que entre ambos protagonistas hay un conflicto por resolver. Una película así tiene asegurado el éxito de público, aunque esa disputa se haya edificado en el breve espacio de poco más de una década. Al menos, en sus agrios términos de ahora mismo.

Doctores y politólogos tiene el país que sin duda sabrán explicar las razones por las que el número de partidarios de la secesión de Cataluña se ha triplicado desde el 15 por ciento del año 2006 al porcentaje de 47 que arroja el último barómetro de la Generalitat. Cualesquiera que sean los motivos, esa escalada desafía a toda lógica y, a lo sumo, tendría un precedente no del todo similar en Escocia, donde el Partido Nacional Escocés pasó de ser una fuerza minoritaria a ejercer con ancha mayoría el gobierno autónomo de esa parte del Reino Unido.

La aparente explicación residiría en el hallazgo de una caudalosa bolsa de petróleo en el Mar del Norte; y en el posterior éxito internacional de "Braveheart", película con la que el australiano Mel Gibson contribuyó a edificar uno de los mitos nacionales de Escocia. Entre Hollywood y el oro negro, el sentimiento a favor de la independencia creció notabilísimamente. Tanto, que a punto estuvieron los nacionalistas de ganar el referéndum que el temerario David Cameron aceptó convocar.

No se ha encontrado petróleo en las aguas del Mediterráneo próximas a Barcelona, desde luego; pero tampoco eso es imprescindible. A los nacionalistas les basta con recordar que Cataluña representa el 20 por ciento del PIB de España y construir a continuación el argumento -simplista, y por lo tanto efectivo- de que el resto del país vive a cuenta de explotar a los catalanes. Lógicamente, la idea de que un Estado propio les proporcionaría mejores pensiones, sueldos y subsidios ha encontrado abundantes compradores en las urnas.

Una vez alumbrado el conflicto, las dos partes lo retroalimentan con el esperado éxito de público. Los desdenes de los líderes nacionalistas a los restantes españoles hace que algunos o muchos de estos últimos expresen su antipatía a los catalanes y hasta sugieran medidas tan disparatadas como el boicot a sus productos. Una reacción que, a su vez, incrementa el número de agraviados en Cataluña. Y así hasta entrar en un bucle del que cada día parece más difícil salir.

Los guionistas de esta trama han demostrado gran pericia narrativa en la creación del conflicto y el manejo de los sentimientos de la audiencia. Lo malo es que no se trata de una película: y nadie puede predecir el desenlace.