Leo un reportaje en el que se pormenoriza el empeño de los vecinos de la isla noruega de Sommar, que se llama igual que una toalla de Ikea, o será al revés, de eliminar el tiempo. Así reza el titular, levantando, imagino, las alarmas de los kantianos que hayan resistido al pensamiento débil y a la postmodernidad.

Kant, como se sabe, sostuvo que los humanos analizamos el mundo ordenando sus sucesos gracias a las categorías de espacio y tiempo, los aprioris que anteceden al pensamiento mismo y gobiernan nuestra mente. Si es así, eliminar el tiempo sería lo mismo que acabar con la capacidad de pensar.

Pero al leer el contenido del reportaje, las cosas cambian. Resulta que con lo que quieren acabar los isleños no es con el tiempo en sí, sino con la necesidad de ajustarse a los horarios. Como símbolo, proponen prescindir de los relojes dejándolos colgados de la barandilla de un puente, igual que hacen en el Sena con los candados. Éstos pueden cerrarse con llave y, al arrojarla al agua, se garantiza que seguirán allí hasta que un empleado municipal acuda armado de una cizalla. Pero los relojes van a volar a ciencia cierta mucho antes; con toda seguridad, cuando los 69 días con luz permanente de Sommar se conviertan en 69 noches.

Me temo, no obstante, que la alegre anarquía de los noruegos contrarios a someterse a horario alguno no durará hasta el invierno. Eso de segar la hierba a las cuatro de la madrugada si a uno le place está muy bien, pero las virtudes de la libertad para manejar el tiempo desaparecen en cuanto salimos de las tareas domésticas y necesitamos organizarnos.

Por poner un ejemplo obvio, ¿qué sucederá con los transbordadores, si los hay, que llevan hasta el continente? ¿Zarparán cuando le dé la gana al patrón? ¿Lo harán al subir a bordo el primer pasajero?

Los relojes, en particular los despertadores, nos amargan la madrugada; raro será quien no haya pensado más de una vez en tirarlos por la ventana. Pero la culpa no es del artilugio que nos despierta sino de la oficina, taller, tienda, banco o lo que sea donde tenemos que ir a trabajar. ¿Toleraría el empresario que quien se encarga de una panadería acudiese sin hora fija ni compromiso de abrir las puertas un poco antes de que lleguen los parroquianos? Aunque éstos, con el horario libre, podrían reclamar que les vendieran el pan después de cortar el césped, es decir, a las antiguas cinco de la mañana de cuando había relojes capaces de certificarlo.

El disparate de la aniquilación del tiempo de Sommar sólo tiene una explicación: que la idea se le haya ocurrido al relojero de la localidad. Va a forrarse de vender a la semana de la puesta en marcha del experimento, cuando haya que volver de la utopía del horario libre, vaya uno al puente en busca de su reloj y resulte que se lo han llevado.