Hubo un tiempo, ya lejano, en el que yo fui aficionado a los toros pese a residir en el Noroeste español, un territorio poco propicio para exhibiciones de lo que se ha dado en llamar la "fiesta nacional". La afición me la cultivó mi padre que, aunque no profesaba de taurino, estimaba que, para entender el país en que vivíamos, debíamos estar muy atentos a los gustos populares, a su origen y a su razón de ser. Más que nada para no que no nos incluyeran en el grupo maldito de los disidentes de la liturgia oficial.

En la biblioteca paterna pude estudiar las clásicas "Tauromaquias" de José Delgado Guerra, "Pepe Hillo", ( 1754-1801) y de Francisco Montes, "Paquiro", (1084-1851) que establecieron las normas del bien lidiar. Un conocimiento que no garantiza la integridad física en la confrontación con el toro porque al primero lo acabó matando uno llamado "Barbudo" en la plaza de Madrid, una escena que luego inmortalizó Goya en su famosa serie. Además de estos, leí el Cossío, una especie de Biblia para los taurinos, y textos de José Bergamín, Gregorio Corrochano, Manuel Chaves Nogales, Caro Baroja, Ortega y Gasset, y hasta de Josep Pla, según el cual, el escritor norteamericano Ernest Hemingway era quien mejor había descrito literariamente las corridas de toro y el ambiente que las rodea, una mezcla de crueldad y fascinación que acaba por arrebatar al público que las contempla. " Voy muy poco a los toros" -escribe Pla-. "Es un espectáculo que no me gusta porque me descubre de forma demasiado brutal el fondo psicológico que llevo dentro... Los dos primeros toros me dan miedo, la bestia, magnífica, los caballos, los hombres, me producen un verdadero dolor físico. La sangre me apena. Si cogen a un hombre, tengo que volver la vista. Luego la insensibilidad se me va volviendo cada vez más espesa, hasta desaparecer por completo. Los gritos de la multitud, el murmullo de la gente, contribuyen a endurecerme. Al fin, siento que vería morir a un amigo en la plaza y que su muerte me dejaría frío". Una descripción extraordinaria que le da pie para aventurar que "la dureza del pueblo (habla concretamente del pueblo castellano) se conserva y se cultiva en gran parte gracias a la fiesta nacional".

El caso es que en mi juventud había fiesta nacional en todas partes, incluido el Norte y el Noroeste. En la ciudad donde todavía resido se daban tres corridas de toros y una novillada durante los festejos de agosto, y otra excepcional al final del verano, coincidiendo con la estancia del sátrapa en el Pazo de Meirás. Luego se derribó la plaza de toros para construir edificios en el solar que ocupaba y, a falta de un recinto apropiado, un alcalde seudosocialista quiso mantener la tradición en una especie de garaje multiusos con cargo al presupuesto municipal, ya que sin subvención el festejo era imposible. Poco a poco me fui alejando de las corridas de toros y de su mundo, pero aun conservaba el gusto por seguir en la prensa las buenas crónicas taurinas. Como las que escribía Antonio Díaz Cañabate, un escritor costumbrista muy divertido que es autor de "Historia de una taberna". O las del recordado Joaquín Vidal. Ahora, ya sólo espero la anual columna de Vicent contra la Fiesta.