La España vacía de la que tanto se habla y escribe es en realidad la España rural, que languidece lenta pero inexorablemente ante la apatía, la indiferencia y el abandono de los gobiernos de turno. Hay en los pueblos castellanos más jubilados que jóvenes, niños y trabajadores, porque las políticas de industrialización se promovieron a mediados del siglo pasado en el norte de España y en Cataluña; hacia allí tuvieron que emigrar familias enteras para poder subsistir y, de paso, contribuir al desarrollo de una economía floreciente en esas regiones.

La gente que vive en los pueblos ni siquiera puede disfrutar de los avances tecnológicos en la comunicación. Se ha tenido que conformar con usar el móvil, casi exclusivamente para llamar y recibir llamadas, por lo general con muy escasa cobertura. No hacía falta que se pusiera en marcha la red 5G (más velocidad, menor latencia, mejores prestaciones en la nube) para comprobar que en la inmensa mayoría los pueblos ni siquiera existe el ADSL, ahora a punto de desaparecer.

El perjuicio que conlleva la galopante despoblación en las zonas rurales no es solo económico y social, sino también cultural. Quienes hemos tenido la suerte de nacer en un pueblo, aunque hayamos tenido que emigrar a una ciudad por imperativo económico, poseemos una serie de conocimientos aprendidos en contacto con la naturaleza: sabemos distinguir muy bien el hinojo de la cañaherla, la grama de la correhuela, los cagajones de las cagarrutas, un burro de una mula, una liebre de un conejo, un toro de un buey, las mielgas de la alfalfa, una avutarda de un pato, un avión de una golondrina y de un vencejo...

Por cierto, el poeta Gustavo Adolfo Bécquer no anda muy fino en su poema "Volverán las oscuras golondrinas" cuando sitúa los nidos de las golondrinas en los balcones. Bajo los balcones o bajo los aleros suelen anidar los aviones, pero las golondrinas hacen siempre sus nidos en las vigas de los tenados o de pajares abandonados.

Estos conocimientos los hemos aprendido no en los libros, sino en la excelente universidad rural. También usamos un lenguaje muy singular, plagado de palabras y de ricas expresiones coloquiales, que van desapareciendo irremediablemente. Es lógico que se vayan olvidando la enorme cantidad de palabras que designaban los aperos de labranza, porque ya no existen.

Por fortuna, algunas personas de pueblo nos hemos dedicado durante muchos años a recopilar estas palabras, que forman parte de un patrimonio cultural y etnográfico inconmensurable. Es una tarea ardua, pero muy gratificante. Si un joven le pregunta a un profesor qué es una pulla (no la puya del picador en las corridas de toros), le explicará que una expresión aguda para humillar a alguien. Eso mismo le pregunté yo hace una treintena de años a la pajaresa Cipriana Turiño, cuando tenía unos noventa años, y me aclaró sin pensarlo dos veces. "Ay, majo, ahí te va una pulla, ahí te van dos: si hablas cornudo y si callas cabrón". No muy académico, pero tan agudamente descriptivo como incuestionable.

Personas sabias en los pueblos ha habido muchas. Ellas han sido las transmisoras de un patrimonio lingüístico y cultural que va desapareciendo al mismo ritmo que la población. Es una pérdida irreparable. Dudo que a estas alturas se pueda evitar la hecatombe. Creo que a los políticos no les importa que desparezcan los pueblos y sus gentes, porque los votos masivos que dan el poder y los recursos financieros están en las ciudades.