Lo primero que se advierte en Pablo Iglesias no es al dialéctico capaz de justificar la adquisición de un chalé de izquierdas, o de moderar en pista el debate preelectoral a las generales. Antes que nada, sobresale la melena recogida con un coletero. ¿Cuántas personas, incluidos los votantes de Podemos, conocen la política sobre pensiones del político con tanta exactitud como su mata de cabello?

Lo primero que fija la atención de Alberto Rodríguez, nuevo secretario de Organización de Podemos, no es su capacidad negociadora de sindicalista sino sus rastas que envidiaría Bob Marley. De hecho, Rajoy casi sufre un síncope al contemplarlo prometiendo el acta en el Congreso. Por segunda vez, el debate de las apariencias aventaja a la puesta en cuestión de supuestos asuntos sustanciales. El partido antisistema está cogido por los pelos, en las urnas y en su estructura jerárquica. La revolución de las formas avanza a buen paso. Superficialidad lograda, profundidad discutible.

El problema de los partidos políticos no estribó nunca en sus diferencias irreconciliables, sino en su obsesión por decir lo mismo bajo la apariencia de una colisión frontal. Para el alienígena Gurb desembarcado en los debates electorales citados, Sánchez, Casado y Rivera serían la misma persona. Maniquíes idénticos, con indumentarias y tonalidades compartidas. No compiten por la originalidad, se enfrentan uniformados para convencer a votantes que poseen una idea predeterminada de un aspirante a La Moncloa. Salvado por los pelos de la combustión en las generales, Podemos asume el riesgo deliberado de una imagen más arriesgada que su exigencia de una renta básica universal. Sin descartar que los votantes desilusionados estén dispuestos a renegar hoy de peinados con raya a la derecha, que ni siquiera advertían cuando fueron convocados a la empresa política más contagiosa y efímera que vieron estos tiempos.