Viejo ya, vencido por los litros de alcohol mal digeridos, hundido por todas las derrotas y por la pérdida de su querida España, Pedro Garfias quiso intuir su muerte con un poema que tiraba a letra de soleá: "Me gustaría, que fuera tarde y oscura, la tarde de mi agonía". No hay persona, poeta o no, que no haya pensado alguna vez en su propia muerte, y somos muchos los que tememos más al dolor del trámite que a la muerte en sí, tan inevitable como unánime. "Muchos tragos es la vida, sólo uno es la muerte", dijo otro poeta, el inmenso Miguel Hernández.

La muerte como liberación, como salvación, como reposo... Muerte querida, como la de la joven holandesa Noa Pothoven, que se ha dejado ir porque ha querido, avivando una vez más el debate de si podemos o no decidir nuestro final, alegando los detractores que el sufrimiento (físico o psicológico) ha de medirse y calcular hasta estar seguros de que es insoportable. Pero "nadie sabe / qué es lo pequeño y qué lo enorme; / grande puede llamarse a una cereza / (...) / pequeño puede ser un monte, / el universo y el amor", nos dejó dicho José Hierro.

Puestos a escoger, todos queremos que el tránsito natural sea corto, a ser posible inesperado y en horas de sueño, que cuando apaguen la luz nos pille con los ojos cerrados. Aspiramos a eso que decía Manuel Alcántara: "y morirme de repente, el día menos pensado, ese en el que pienso siempre", pero no nos ha sido dado elegir y cuando el sufrimiento inhumano, inútil e injusto, se ensaña, deberíamos poder decidir, tener la opción de pararnos donde nos parezca oportuno sin que las creencias de otro se imponga sobre las nuestras. Permitir no es obligar, pero prohibir sí. Si el final que me espera es cruel y superfluo, yo, que soy lo que tengo más a mano, quisiera poder escapar del martirio llegando un rato antes donde, de todas maneras, me están esperando. La muerte, al fin y al cabo, ordena la vida, como nos enseñó Quevedo.

Y puestos a elegir, yo quisiera irme con el verano, un poco cansado, como quien ha estado mucho rato al sol. Que el mar estuviera verde de levante, que haya una flor blanca y que suene "Sittin on the dock of de bay" suavemente, sin estridencias. Y que estén allí los amigos y que sonrían, y que sea por la tarde y que no llueva, y que vuelen muy alto los vencejos. Y luego dadme un poco al viento, y otro poco a la mar, mis dos patrias. Y el resto al olvido.