Se cumplen treinta años de la masacre de Tiananmen, una más de las tragedias imprevistas con que se cerró el siglo XX para dar inicio a una nueva era. Como tantos otros acontecimientos vividos en aquellos años, su estallido resulta indisociable de la crisis que supusieron, primero, la Perestroika y la Glasnost impulsadas por Gorbachov y, luego, el derrumbe del imperio soviético. Fukuyama soñaba con el triunfo definitivo de la democracia representativa y el final de la Historia, cuando lo que tenía lugar era una profunda realineación de la política internacional y el retorno de las naciones. La muerte de Hu Yaobang, un exdirigente comunista cercano a los postulados liberales, fue la gota que colmó la paciencia de unos estudiantes que clamaban por la apertura del régimen comunista. Las protestas se extendieron a más de trescientas ciudades, teniendo su epicentro en Pekín, justo en la famosa plaza de Tiananmen, donde se agolparon miles de jóvenes dispuestos a la huelga de hambre. Henry Kissinger, en su fundamental ensayo titulado "China", recuerda cómo la escalada a los extremos fue consecuencia de la incomunicación y de la falta de confianza entre las partes, más que de unas posiciones realmente antagónicas. "Las autoridades chinas -escribe Kissinger-, tras dudar durante siete semanas y mostrar claras divisiones en sus filas sobre el uso de la fuerza, tomaron medidas enérgicas el 4 de junio". La dura represión de la protesta, los centenares -o quizás miles- de muertos, forman parte del catálogo del horror contemporáneo. Una fotografía destaca sobre las demás: la de un hombre plantado frente a un tanque que será posteriormente reducido por los soldados. Perdura la imagen, pero no su nombre ni su destino. Desapareció como desaparecen las víctimas de la historia.

En aquellos infaustos días, el mundo descubrió además los límites del poder americano. Si en 1989 cayó el muro de Berlín, aquel mismo año China decidió erigirse de forma definitiva en actor relevante con un modelo propio, distante en lo político a Occidente. China es, literalmente, la globalización -durante la siguiente década, su PIB alcanzaría tasas superiores al 7 % anual- y la expresión neta de la voluntad de poder, pero no una democracia. A inicios del nuevo siglo, comenta Kissinger, "China se plantó por primera vez como baluarte del crecimiento económico y se encontró ejerciendo una función a la que no estaba acostumbrada: un país que había recibido en general lecciones de política económica de los países extranjeros, sobre todo de los occidentales, se había convertido en el que proponía soluciones y asistía a otras economías en crisis". En 2008, con el estallido de la burbuja, estas palabras adquirieron toda su dramática actualidad.

Treinta años más tarde, China se impone como una gran potencia emergente, dispuesta a desafiar la hegemonía de los Estados Unidos. La guerra fría iniciada por Trump forma parte de una pugna que va más allá del comercio mundial. De la nueva ruta de la seda que uniría Europa y el Extremo Oriente al control de las infraestructuras y los recursos naturales en África, los dirigentes chinos desafían muchos de los equilibrios existentes, sin que sea imaginable un mundo futuro que no tenga en cuenta el peso enorme del gigante asiático: un nuevo imperio, que no es propiamente democrático y que juega la partida con unas coordenadas que tampoco lo son del todo. Ambas naciones -EEUU y China- están llamadas a protagonizar el siglo XXI. Y ambas deben colaborar para no caer, precisamente, en la provocación de la fuerza.