Nos hemos quedado sin uno de los nuestros. Ha fallecido el poeta Tomás Salvador González y, como siempre que se va un poeta, hay una palabra que se habrá apagado para siempre en el mundo. Todavía pasmados, sus amigos y los lectores de su poesía tratamos de recuperarnos del error que ha sido una vez más esta visita anticipada de la muerte; nos adentramos con otro fervor en llamas en su escritura, en esa manera tan suya de mondar el pensamiento como si fuera una rama delgadita y húmeda hasta sacar de él puro destello de imágenes que dejaban sus poemas así, deshuesados y esenciales tras el escamoteo de cualquier tentación argumental.

Así queremos verlo todavía, fumando con morosidad, con ese algo de Cortázar que tenía, desgranando palabras que se deslizan como neumáticos llovidos en su voz discreta, en busca de los otros, entre las pepitas luminosas de la tranquilidad ("sigo sentado aquí junto al río, / y el fragor, el sol, cantos rodados, / he visto el ir y venir de las cañas, / la tarde silvestre de los patos. / ahora espero su vuelo rasante, / el último aletazo en el agua"). Así queremos verlo todavía, como cuando llegó a Zamora a dar clase sobre 1979 y se refugió en un ático de la calle Traviesa. Ninguno lo conocíamos. Y él, sin visajes ni maneras altisonantes, nos obligó a todos a ir pasando por aquel templo del que nadie quedó nunca excluido. Allí, en aquel reducto a salvo de las inclemencias de la ciudad, se conversó de todo, se escribió, se leyó, se amó. Un espacio poblado de palabras y de humo que daba vueltas perezosamente porque no encontraba nunca la salida. El magisterio de Tomás Salvador consistía en eso: dejar circular, como el humo, las palabras de los otros sin la menor intención de desprestigiarlas, fuesen las que fuesen. Sus discrepancias eran, en ese tono suyo de gamuza, como palmadas cariñosas en la espalda que siempre eran una invitación, nunca una advertencia.

Llegó a la ciudad como un viajante misterioso que traía en sus maletas novedades que nadie sospechaba ("viajantes sin gasolina en polvorientos caminos vecinales horadan maletas, soplan jazz"), referencias que los más jóvenes aún no conocíamos. Nos dio a leer a Bruno Schulz, a Guimaraes Rosa, a Pound. Escuchamos por primera vez a Thelonius Monk, a Keith Jarrett, a Parker en aquella atmósfera atragantada de cuanto no pertenecía a lo que nos esperaba en nuestras casas. Nos hablaba con alta admiración de sus amigos, que empezaron a pasar también por allí: Ildefonso Rodríguez, Gustavo Martín Garzo, Esperanza Ortega, Miguel Suárez... Parecía una criatura que se hubiese descolgado de un país sin trampa y hubiese llegado hasta allí con la única legislación de la inocencia entre las manos. Quienes tuvieron la suerte de tratarlo como profesor descubrieron modos que estaban alejados de los convencionalismos didácticos. Quienes empezamos a ser amigos suyos desde entonces supimos por él que la literatura era un lugar de acogida donde nos esperaba siempre la hospitalidad de las palabras. En su propia escritura esto era así. Nos sorprendían sus poemas, la extraña elasticidad eléctrica de sus versos que -como piezas de jazz- no se atenían a la métrica reglamentaria ni se cobijaban en las madrigueras cansadas de la tradición. Todo ello provenía de otro origen, de donde vienen los presentimientos y la materia incandescente de los sueños; allí donde aún espera ser redimida una sustancia sin dominar ("Si de verdad soñáramos despiertos, / los animales / se acercarían a mirarnos"). Él recogía imágenes sueltas y palabras envilecidas por los lenguajes de la usura y de la desatención. Todo lo atropaba junto a vocablos perdidos, de regusto casi arcaico y emparentados con el mundo natural de su infancia zamorana en Fontanillas de Castro (ese mundo lleno de cercanía aparece en "Aldea", sección de 'Siempre es de noche en los bolsillos', su último libro). Se fue de Zamora a su retiro de Arenas de San Pedro, aún más lejos de los epicentros donde se ventila el brillo cultural. Le horrorizaba cualquier forma del poder. Las olía a distancia. Y encontró la felicidad y la resistencia a partes iguales recortando papeles, componiendo sus poemas con palabras ajenas ("el poeta ha trabajado, como siempre, con el lenguaje de los otros"), con esa sensación de no querer molestar nunca, de no necesitar que se contase con él. Allí ha pasado sus últimos días hasta que se nos fue, inopinadamente, el miércoles. Nosotros cerramos los ojos con dolor y lo oímos, todavía lo oímos en la felpa de su voz, como si nos estuviera consolando de sí mismo con sus propias palabras: "ardan los párpados, bulla / de llama, llanto llamaban / al equivocado orden".