Tengo escrito que soy forastero donde vivo, aunque aquí figure empadronado. En esta hermosa esquina de España, junto a la torre de Hércules, vivo y voto. A veces vivo y bebo, pero lo justo y necesario para contrastar los caldos de aquí con los de mi tierra zamorana, que sin pecar de chauvinismo son insuperables. La vida es un circuito que de una forma u otra te devuelve al punto de partida. La meta es siempre volver. Cuando no es posible, los que estamos con kilometros por medio de nuestro origen vemos señales que otros dejaron por el camino de ida y vuelta, al espacio y tiempo que la infancia nos marcó: el trabajo de nuestros padres, el sol de justicia, la lentitud de los bueyes.

Una de esas pistas de retorno, está en el Museo de Bellas Artes de La Coruña; se trata del cuadro de Sorolla: " El boyero castellano".

Tengo la suerte de vivir cerca la pinacoteca: continente y contenido son extraordinarios. El edificio que alberga las joyas artísticas ya fue Premio Nacional de Arquitectura y su autor, el arquitecto Manuel Gallego Jorreto, ha sido galardonado nuevamente con la misma distinción por su trayectoria profesional. Dentro del modernísimo edificio, solar de antiguo convento de Las Capuchinas, podemos contemplar obras de arte, la mayoría lienzos de incalculable valor, y muy interesantes para hacernos una idea resumida de la historia de la pintura, como quien dice sin salir de casa. Es un museo cuya visita ni cansa ni agobia, tiene la dimensión adecuada para que las personas que amen el arte salgan con el gusto de haberse dado un banquete estético maravillosamente aderezado sin sensación de hartazgo. Y hablando de manteles, el Museo cuenta con una preciosa e historiada colección de porcelana de Sargadelos que es la guinda de la visita. Conviene dejarla para el final no siendo que la extraordinaria colección de grabados de Goya nos deje un poso agridulce, pues si no le falta arte tampoco amarga crítica social.

Pero estábamos con Sorolla y su cuadro mencionado, un lienzo de considerables dimensiones para incluir figuras de tamaño natural. La pintura es un estudio para el panel de "Castilla", formando parte del conjunto de las regiones de España que decora la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York. Un hombre al frente de su yunta se gira un tanto sorprendido de que el pintor le observe, copiando su porte ante los bueyes quietos que llevan adornada la testud con llamativos colores. Los que calzamos chancos, anduvimos en la trilla, cargamos carros encopetados de espiga y vimos arar con animales, sabemos lo que dice y no dice el cuadro. Hay mucha dignidad pintada allí. Y no poco trabajo oculto en los costales. El boyero lleva gruesa capa que le protege del frío aunque la escena quede inundada de sol. No es verano. Seguramente los primeros fríos del otoño están avisando que el invierno va a llegar. Es hora de vender el trigo. Se aguarda a descargar el fruto del trabajo de los protagonistas del cuadro. Están mis antepasados representados en ese hombre recio que sonríe a medias, que nos reta a ver quién se atreve a echar al hombro uno de los pesados sacos llamados costales.

Es el Hércules castellano, el que vivió subvencionado con la paga de su esfuerzo y supo resistir, y a mayores sin quejarse; el labrador que repobló las tierras ahora vaciadas. En esta línea de grandeza el pintor dejó escrito -sobrecogido ante la llanura castellana- que le parecía un coloso el hombre que divisaba en la lejanía de aquella inmensidad. No era para menos. No exageraba. Falta por contar la épica de nuestra gente del campo. Las batallas libradas contra el clima y la escasez, contra el sol y el frío, frente al viento y la marea de ese mar de cereal que tan menguada redes tuvo y tan escaso precio también en la lonja del mercado.

Ya no hay bueyes, dejaron paso a las mulas y éstas al tractor. No hay gente. Un cierto complejo de culpa nos pesa a quienes abandonamos tempranamente el terruño huyendo del destino de niño yuntero que nos aguardaba. Por eso también admiro este cuadro, a mayores de reconocer una pintura que refleja el sufrido carácter castellano del que me honro venir y que, lamento comprobar, tan pobre rédito social y político ha cosechado, en nuestra España donde más obtienen los que más se quejan y encima sin motivo. "Vientos del pueblo, me llevan/ vientos del pueblo me arrastran/ me esparcen el corazón/ y me aventan la garganta", escribió Miguel Hernández, un poeta labrador, un escritor que se hizo a si mismo en condiciones tan adversas como las de la higuera que prende donde se lo propone, aún en tierra hostil.

"Los bueyes doblan la frente/ impotentemente mansa..."

El cuadro de Sorolla es otro poema donde lo visual hace innecesaria la letra porque la narración la hace el pincel.

A veces ocurre al revés, como en el caso del poeta de Orihuela, que hacía versos con tan buena rima y siembra de metáforas que conforman cuadros sin necesidad de pinceles.

Son los buenos artistas quienes hablan por nosotros. Dejo que hable por mí un poeta leonés: Julio Llamazares, de quien tomo unos versos y el título del artículo."Yo vengo de una raza de pastores que perdió su libertad cuando perdió sus ganados y sus pastos.

Durante mucho tiempo mis antepasados cuidaron sus rebaños en la región donde se espesa el silencio y la retama.

Y no tuvieron otro dios que su existencia ni otra memoria que el olvido".