A las tropas de Franco las adjetivaba de "nacionalistas" la prensa extranjera durante la Guerra Civil. Con el tiempo, los partidarios del Caudillo pasaron a llamarse "nacionales". Tras el final de la dictadura, el término nacionalista pasó a aludir casi en exclusiva a los nacionalismos periféricos que, a diferencia del anterior, asumían el espíritu y las reglas de la democracia. No extrañará, por tanto, que la reciente irrupción de un partido ultranacionalista español como Vox haya traído un cierto desorden terminológico. Ninguno quiere que lo confundan con el otro.

Más allá de sus diferencias, no deja de ser cierto que todos se parecen en la invocación a los ancestros para construir el mito nacional. Unos apelan a la lengua milenaria, al RH diferencial, a Wifredo el Velloso o a las vagarosas raíces celtas de cada pueblo en cuestión. Los otros a Don Pelayo, al viejo imperio de Fernando e Isabel, a la lengua de los 500 millones de hablantes y al "Que viva España" de Manolo Escobar, si preciso fuere.

No se trata de un fenómeno exclusivamente español. El nacionalismo, que pasaba por ser una tendencia del siglo XIX, está retoñando en todo el mundo. Eso incluye a los mismísimos EE UU, donde Trump ejerce de nacionalista en lo que pudiera ser un acto de modestia. Cuando uno está al frente de un imperio que exporta al mundo su tecnología, su idioma, su cine, su Halloween y su "Black Friday", rebajar esa condición imperial a la de una simple nación como cualquier otra es, a todas luces, un involuntario rasgo de humildad. Nada más lógico si se tiene en cuenta que el nacionalismo suele implicar un cierto complejo de inferioridad. Para un nacionalista, su nación es víctima del acoso de oscuras fuerzas exteriores y, por tanto, ha de fortificarse frente al enemigo, que ahora es el inmigrante. El siguiente paso es declarar la guerra a todos sus más o menos imaginarios contrincantes, aunque por fortuna los conflictos sean ahora de orden comercial. Como los que enfrentan a los USA con China, la Unión Europea y cualquiera que pretenda hacerle la competencia.

Aquí en Europa son ya legión los partidos que abogan por derribar la UE: ese feliz proyecto de sustitución de los Estados étnicos por una comunidad de ciudadanos libres. Ahí están la neofascista Le Pen en Francia, su colega Orbán en Hungría, los italianos xenófobos y separatistas de la Liga Norte o los alegres amantes del Brexit en el Reino Unido. La última en incorporarse ha sido España, que parecía vacunada contra el virus tras cuatro décadas de ultranacionalismo franquista. La eclosión de Vox, favorecida por el proceso independentista catalán, ha venido a demostrar que los nacionalismos, por distintos que sean, tienden a retroalimentarse. El caso es que los nacionales están de vuelta. No aprendemos nada de la Historia.