Cuarenta años después de sus primeras elecciones, los ciudadanos de los 28 países de la Unión Europea acuden a votar para elegir a sus representantes en el Parlamento de Estrasburgo. Las élites continentales han intentado generar un marco de lucha entre los partidos europeístas y los populistas de toda índole. Y, en parte, se trata de ello, dentro de un continente que vive con niveles relativamente altos de prosperidad, pero que carece de rumbo a seguir.

Pero habría que aclarar, sin embargo, que las formaciones populistas son el síntoma, no la enfermedad. Como han apuntado algunos ideólogos (caso de Steve Bannon, ex cabeza pensante de Donald Trump) o estudiosos del fenómeno (como el geógrafo francés Christophe Guilluy), la emergencia de estos partidos responde al abandono, por parte de las élites globalizadoras, de crecientes grupos de población (profesionales, antiguos obreros y demás segmentos de la clase media empobrecida), que quieren "retomar el control" de sus vidas. Observan como la combinación de libre mercado sin límites, oleadas migratorias (que hunden salarios a la baja, en muchos casos), precarización generada por nuevas empresas tecnológicas guays y robotización ya no limitada a la industria, sino también a los servicios, ponen en peligro su "identidad".

Y ese malestar no será eliminado, por mucho que se tilde a líderes como Orbán, Salvini, Le Pen o Farage de retrógrados, xenófobos y antieuropeístas. Al revés, no hace otra cosa que alejar a esos votantes, enfadados y temerosos a un tiempo, de las formaciones y palmeros que no entienden cómo se puede rechazar "un proyecto de paz, que ha funcionado durante más de 60 años". Por lo pronto, preparémonos para más ruido populista, en Estrasburgo.