Me persigno si hay turbulencias en el avión, puedo seguir una misa en una lengua que no entiendo y la primera estadística que hice fue a los seis años comparando los santos de las iglesias de mis dos pueblos. Soy una católica cultural de libro. Así tuve que definirme en Estados Unidos, el país que más preguntas me ha hecho (y me ha respondido) sobre mi identidad.

Desde el rigor, debería decir que no lo soy tanto. Pero no me parece que el rigor pinte demasiado en asuntos de fe. Cuando entro en una iglesia, mojo los dedos, hago la señal de la cruz y enciendo una vela no estoy creyendo en nada más que en la fuerza de la fe de las dos abuelas que me enseñaron a hacerlo.

Hace unas semanas, entré en la iglesia de San José del Casco Antiguo de Panamá. Mojé los dedos, hice la señal de la cruz, me dispuse a buscar una vela que encender hasta que una imagen sorprendente interrumpió el ritual: decenas de casitas de diferentes tamaños, formas y colores a los pies de una santa.

Santa Eduviges, patrona de los hogares. Dieciséis años de educación católica, y no lo sabía. Me fascinó ese poblado sin proporciones y lleno de sueños. Algunas notas podían leerse, la mayoría pedían una casa: tenerla, poder pagarla, no perderla. Una foto de una recién construida agradecía el deseo cumplido años después. La más grande, de juguete, decía más que todas sin ninguna palabra.

Algunos -supongo que turistas desprevenidos- dejaron portales de Belén, la figura más parecida a una casa que venden en el pequeño puesto de recuerdos de la iglesia. Había de varios tamaños: a veces toca ayudar a la fe con el ahorro. Yo me llevé una estampita de la patrona de las casas y le prometí, sin escribirlo, que volveré cuando logre tener la mía. Fe, trabajo y ahorro.