Para los llamados equipos ascensor, que pasan sus largas historias deportivas subiendo y bajando a/de Primera División, hay dos modos de vivir. Cuando lo hacen en Segunda, donde no suelen bajar de la llamada zona templada, viven con la ilusión del ascenso, ante un horizonte lleno de promesas, que se acerca y se aleja por momentos. Cuando están en Primera viven (salvo raros episodios en que querrían tocar el mismo cielo) embargados por el miedo al descenso, una amenaza tenebrosa que los acompaña en cada partido, y encoge el alma de la afición. Como militante anónimo (sin carné, ni asistencia siquiera a mítines) de un equipo de estos, me siento más confortable en la primera situación, o sea, en Segunda, apurando la decepción como quien vierte apestoso abono en los surcos sabiendo que así prepara el terreno para la próxima siembra. Mejor la esperanza de subir que el pánico a bajar.