Si hay algo más rechazable que la partitocracia de nuestros viejos y decrépitos países, es la gigantesca estructura multinacional costeada con el sudor, trabajo, esfuerzo y dinero de los ciudadanos europeos. Eurocracia tal cual, como forma superior y degenerada de unos aparatos que, pervirtiendo la democracia, se han hecho con el poder y el control de sus ingentes recursos.

El europeísmo, que no europeidad como herencia cultural, es actualmente un plebiscito monstruoso a modo de los proyectos totalitarios que intentaron acabar con lo que alguien como De Gaulle, chauvinista impenitente, calificó esa vez con acierto de "Europa de las patrias".

Salvo en su forma degradada, Europa jamás debió convertirse en paraíso de socialburócratas que, en lugar de retornar a su empleo, a su modus vivendi previo al desempeño de infinitos cargos, los cuales nunca faltaron porque para eso estaban el partido y sus dóciles clientelas, continúan pastoreando prebenda y privilegio en forma de latisueldo de diez mil euros mensuales. Y a mayores, ventajas varias.

Impresentable el apaño de unos y otros, encaminado a garantizar a conmilitones ya inservibles una fructífera holganza y una no menos dorada jubilación. Pero impresentable sobre todo una izquierda clamando contra la injusticia del salario mínimo, los recortes sociales, los privilegios de la clase alta, los abusos del capital y demás enemigos de un obrerismo hoy de pacotilla, mangoneado por una bien nutrida que nunca famélica legión de burócratas sindicales, alérgicos durante décadas a tajo y trabajo.

Llegado este nuevo rito, esta agigantada y continental impostura, basada como el resto en el voto cautivo del Bienestar y sus incontables paniaguados, lo que uno se pregunta es cómo tales héroes, tales apóstoles defensores de la humanidad y la justicia social no tienen reparo a la hora de embolsarse en un solo mes diez, doce o quince veces más de los míseros euros que en esta sufrida España representan el salario mínimo de buena parte de la ciudadanía.

Porque a la hora de renunciar a tales emolumentos, siquiera por solidaridad y mínimo decoro, que se sepa ningún político de mucha, de abundosa vocación europeísta y credo solidario, ha hecho voto de pobreza en humilde ejercicio de coherencia. Del mismo modo que, por pequeña que fuese, tampoco se ha permitido una loable, una sentida contribución a cualquier mítica y fantasmal caja de resistencia en ayuda de los oprimidos. Pues, en el fondo, tales dispendios mejor a cargo del Bienestar. Y cómo no, de los impuestos ajenos.

En fin, ¿seguirán las clases medias activas y propietarias prestándose a semejantes farsas, dentro de sistemas políticos que van camino de perder cualquier legitimidad?