Tenía razón Rubalcaba: "Los españoles somos gente que enterramos muy bien". Su propio funeral fue la demostración práctica. El cadáver fue velado en la sede del Congreso de los Diputados, y se formaron largas colas en la calle para que los ciudadanos de Madrid le rindieran postrero homenaje. Una espontánea demostración de condolencia que no dejó de sorprender por su unanimidad porque el político socialista era un personaje denostado por las derechas, que lo consideraban una especie de príncipe de las tinieblas por su extema habilidad para manejar a la opinión pública desde la sombra. A él se le achacó haber excitado a la masa contra las sedes del PP cuando el gobierno de Aznar seguía insistiendo en la autoría de ETA en los atentados del 11M de 2004 en Madrid. Y a él se le atribuyó también haber dado un soplo a los etarras que negociaban el cobro del impuesto revolucionario en el bar Faisán de Irún para que escaparan de un cerco policial al objeto de no perjudicar el diálogo que se mantenía secretamente con la banda. De ese confuso episodio en el que unas policías perseguían a otras salió la insidia sobre la supuesta existencia de una "policía de Rubalcaba" que operaba al margen de la ley.

Los elogios son innumerables pero entre todos los que yo haya leído destaca la semblanza que publicó Mariano Rajoy. Dice el expresidente del Gobierno que Alfredo Pérez Rubalcaba "respondía a un modelo político ahora en desuso: ni vivía obsesionado con la imagen, ni se perdía por un regate cortoplacista. Sabía mirar más allá del próximo cuarto de hora y contaba con un discurso sólido que merecía ser escuchado porque destacaba por encima de consignas publicitarias y eslóganes ramplones; un discurso que se basaba en la racionalidad y en los argumentos, no en la búsqueda de un enemigo artificial contra el que legitimarse. Tal vez por ello fue un adversario admirable, que nos obligó a dar lo mejor de nosotros en cada momento". El elogio parece sentido ya que Rajoy habla desde el conocimiento de un personaje con el que tuvo que tratar importantes asuntos. Pero al mismo tiempo trasluce su amargura por la desaparición de la escena política española de un rival ("un rival admirable" escribe) con el que, al margen de discrepancias ideológicas, creía tener muchos puntos de contacto.

El fallecimiento de Rubalcaba ha dado pie a que muchos analistas políticos emplearan el calificativo de "hombre de Estado" para referirse a él. Un tratamiento que, al que esto escribe, siempre le pareció excesivo y un tanto melagomaníaco desde que Luis XIV se lo apropió ("Le État c'est moi", dijo el Borbón francés). Hombres de Estado, propiamente dichos, son todos los que a su respectivo nivel funcionarial sirven con total dedicación al Estado. Empezando por el jefe del Estado y terminando por el más modesto conserje. Otra cosa son los circunstanciales servidores públicos como los políticos y tanta otra tropa. En ese sentido, Pérez Rubalcaba fue un brillante servidor público.