La memoria de Europa es un referente permanente de hechos trágicos, de lugares en los que se produjeron actos de una singularidad dramática inimaginables. Unos son compartidos y otros son singulares. Todos ellos deben significar un reclamo de la dignidad de las víctimas y la salvaguarda constante de los derechos humanos. Sin duda, uno de los momentos cumbres del horror más nauseabundo se produjo en la etapa del Tercer Reich y en los años 30 y 40. Dictaduras, totalitarismos, guerras civiles y una mundial, trajeron consigo la palidez de la democracia. Y, en este marco, hubo millones de seres humanos inocentes que murieron y padecieron lo indecible y que fueron empujados por la corriente de la Historia sin ninguna clase de piedad y contemplación. Eso les sucedió a los miles de españoles que huyeron de la España desangrada de la guerra civil y acabaron en manos del nazismo.

El 1 de abril de 1939 Franco emitió el último parte de guerra y el 1 de septiembre de ese mismo año Hitler ordenaba la invasión de Polonia; al año siguiente, haría lo mismo con Francia. La Europa ocupada se convirtió en un lugar de opresión y persecución, en el que los hombres de Himmler instauraron un sistema de campos de condiciones de vida inhumanas. Las personas que huyeron de las iras del vencedor de la guerra española no dudaron en sumarse a las filas de la resistencia, de defender su honor y dignidad, de seguir luchando contra ese fascismo con el que la dictadura franquista hacía tan buenas migas y le había ayudado de forma tan decisiva en su derrota de la democracia republicana. Pues bien, en Francia, se encontraron desasistidos, solos en la tempestad, cuando se instauró el gobierno colaboracionista de Vichy el gobierno de Franco podría haberlos reclamado (aunque las condiciones en la España de la posguerra tampoco eran nada halagüeñas para los miles de esclavos y encarcelados, aunque sí algo mejores, que no era decir mucho). Y el nazismo que nunca se andaba con zarandajas los envió a los campos de concentración con la etiqueta de enemigos y, por lo tanto, sin ningún merecimiento ni derecho. La mayoría acabaría en Mauthausen (Austria), 7.532, de los cuales murieron 4.816, en aquel tétrico lugar, y en Gusen, un campo satélite, lo que supuso el 64% de los internados españoles. Otros acabaron del mismo modo en lugares de triste recuerdo como Dachau, el primer campo de concentración nazi, Buchenwald y Sachsenhausen. Portando el triángulo azul (con una S, de español) de los apátridas, tuvieron que padecer las endiabladas condiciones de vida impuestas por un feroz régimen que los trataba como a bestias de carga, junto a los otros miles de presos comunes cuyos mayores crímenes podían ser su raza (ser judío o gitano), ser homosexual, musulmán, testigo de Jehová, ser comunistas, junto a criminales corrientes (quienes eran los que contaban con mejor posición en el campo). Uno de los lugares más emblemáticos de ese escenario de pesadilla fue, sin duda, el trabajo en la cantera, Wienergraben, y el tramo de escaleras, 186 peldaños, por donde debían subir en condiciones infrahumanas y en el que los sádicos carceleros nazis no dudaban en actuar para saciar su sed homicida torturando a los reos hasta su agotamiento y muerte.

Finalmente, el 5 de mayo de 1945, con una Europa arrasada, los aliados liberaron el campo y, desde entonces, se conmemora esta fecha como un recordatorio permanente de lo que jamás debió suceder. En total, según el Museo del Holocausto de Washington, fueron 197.464 personas las que pasaron por sus instalaciones, de las cuales 95.000 fueron asesinadas o murieron por las espantosas condiciones existentes (hambre, agotamiento o enfermedades), de entre ellos,14.000 eran judíos (si bien, el total no es exacto porque no hubo un registro de muchos de ellos ante la saturación del sistema). Y aunque las cifras no alcanzan el nivel de otros campos, como el complejo Auschwitz-Birkenau, que sería, funestamente, una perfecta maquinaria de exterminio, los testimonios de los presos nos hablan de un lugar de pesadilla y muerte. Sin embargo, la capacidad de supervivencia y de registrar lo sucedido espoleó muchas veces el valor y el ingenio de los reos. Así, gracias a las imágenes de un deportado, Francesc Boix, que trabajaría en el servicio fotográfico del campo, que logró esconder negativos de lo sucedido, se obtuvieron pruebas de primera mano de los horrores vividos (para muchos nazis aquellas fotografías de sus crímenes eran como trofeos que llevarse a casa, como sucedió en otros lugares de Europa, registrando sus asesinatos en masa). Por todo ello, para España este episodio es un lugar de memoria singular, y por incómoda que pueda ser, debido a que aquellos españoles encarnaban los restos de la República derrotada, es muy necesaria.

Hoy, nos muestran, por un lado, los efectos tremebundos de la guerra civil, la parte atroz de esa España de vencedores y vencidos que instauró el régimen franquista y que seguimos sin superar, debido a que hay quienes pretenden minimizar su crudeza. Por otro, nos muestra como europeos que también sufrimos al nazismo. Como representante del gobierno en el homenaje, acudió la ministra de Justicia, Dolores Delgado, acompañada de miles de jóvenes españoles que subieron los fatídicos escalones en homenaje a los fallecidos.

La pena es que el acto se vio enturbiado por la reclamación de un grupo en favor de los presos catalanes, lo que llevó a la retirada de la ministra. Pero, independientemente de este hecho, algunos de los familiares y víctimas, expresaron la tardanza de este homenaje por parte de las autoridades españolas. Demasiados supervivientes no pudieron estar ahí para verlo. Y ese es un mea culpa que España debe entonar. La Historia es esencial para conocer el pasado, pero la memoria es crucial para que las victimas sientan que se las recuerda y se les reconoce el valor de su sufrimiento, y para que las próximas generaciones no olviden las lecciones permanentes que deben ser aprendidas de todo aquello.

(*) Doctor en Historia Contemporánea