Para un varón que naciera durante la década de los años cuarenta en España, su esperanza de vida era inferior a los cincuenta años. Jesús nació cuando se iba perfilando el fin del otoño de 1943, un otoño menos lluvioso, pero más frío que el del año anterior, según dicen las crónicas. Nació, además, en el que quizá sea uno de los pueblos más soleados y hermosos de Sanabria, San Juan de la Cuesta. No era un ni un buen momento, ni un buen lugar para nacer: aquel año la postguerra estaba siendo muy dura en España, un país cerrado al comercio internacional y con una riqueza inferior a la que había apenas diez años antes. Mientras tanto, en Europa se libraba todavía un conflicto que estaba devastando el continente y hacía apenas un mes que el general Franco había ordenado el retorno de la División Azul desde el frente ruso. Jesús era el séptimo hijo de una familia que llegaría a tener diez que sobrevivieron a la niñez.

En aquella época, familias tan numerosas eran más habituales que hoy, en las que el número medio de hijos por mujer es de apenas 1,31. Encarnación, su madre, había tenido a su primer hijo con apenas veintidós años, una cifra también lejana hoy, en la que las madres suelen ser primerizas a partir de los treinta y dos. Jesús creció en el mundo rural, a caballo entre San Juan y esa primitiva ciudad llamada el Mercado del Puente, quizá el único espacio urbano que tuvo nuestro pequeño país sanabrés durante décadas. Los tiempos estaban cambiando y, al revés que sus padres o sus abuelos, Jesús salió de allí para estudiar, de manos de los curas la gran parte de las veces, en un periplo que lo llevaría a conocer España ya de joven, como siempre recordaba: Andalucía, Estella o Palencia, entre otros sitios? y cuando llegó la hora de establecerse en la vida se marchó, en sintonía con lo que hacían miles de los jóvenes de la España interior de los años sesenta y setenta. Una España que se fue vaciando sin que nadie hiciera nada por evitarlo y en la que el poder de atracción de los grandes polos urbanos, como Madrid, Barcelona o el País Vasco, era irresistible para cualquier persona con inquietudes.

Tras unos inicios cerca de casa, en León, Jesús acabó en San Sebastián, trabajando en el sector servicios, en una multinacional, para reinventarse años después en su querida Galicia. En esto también su vida es un ejemplo de cómo las carreras profesionales han ido cambiando con los años: si su padre fue ferretero en el Mercado toda la vida, Jesús desarrolló varios trabajos y en diferentes puntos de España, con amago de salto a la Florida primero y con estancia final laboral en Canarias incluida.

En muchos aspectos, también en el de su vida personal, recordar hoy a Jesús es entender la España que conocemos: con una hija, María, viviendo en Alemania, Jesús Javier en San Sebastián y el benjamín Pablo en Vigo, la globalización nos aleja de nuestras raíces y nos lleva a conocer otros mundos y a enraizarnos en entornos, ya casi siempre urbanos. Pero, al recordarlo, recordamos también a todos aquellos españoles que, con su trabajo y voluntad de entendimiento, cambiaron para siempre un país que dejan, pese a lo que pueda parecer cuando uno enciende la televisión, mucho mejor que el que se encontraron.

Como nos recuerda cada domingo Emilio del Río, las palabras vuelan, pero lo escrito permanece. Por eso, no se me ocurre homenaje mejor para aquel lector impenitente de prensa que fue Jesús, mi tío Jesús Barrios, que recordarlo hoy por escrito en este que también fue su diario, ("Nunca vayas a un bar que no tenga periódicos", me dijo cuando yo empezaba a leerlos, y esa es una de mis normas de comportamiento más elementales) pocos días después de su muerte, hoy que sus restos van a ser depositados en su San Juan de la Cuesta natal. Horacio, quizá el mayor poeta de la antigüedad escribió su "No moriré del todo" y pudo completarlo con un "mientras otros lean lo que fui". Tampoco tú, Jesús, morirás nunca del todo mientras todos los que te conocimos, y a los que tan bien nos trataste siempre, sigamos aquí. Sit tibi terra levis.