Desde donde estaba postrado, una vieja cama de madera, con patas altas y delgadas y colchón de lana, solo podía ver algo del exterior a través del balcón, alto y estrecho que, con casi cuatro metros de altura, llegaba desde el suelo hasta techo. En aquella posición, forzada por las circunstancias, podía distinguir a lo lejos la espigada torre de la iglesia y también la espadaña ocupada ahora por las cigüeñas, que afincadas durante todo el año, ocupaban un sofisticado nido que para sí quisiera más de un arquitecto.

El resto del panorama que quedaba al alcance de su vista, además del receptor de televisión, era un techo pintado en gotelé, en un color mitad blanco, mitad beige, aviejado con el paso de los años, en el que, en una de sus esquinas, empezaba a asomar una grieta que despuntaba hacia el centro de la habitación.

En la medida que transcurría el tiempo, la grieta avanzaba progresivamente, a razón de unos pocos centímetros por día, de manera que en un pispás llegó a tener algo más de dos metros de longitud. Aunque aún no había llegado al centro del techo, donde estaba fijado un plafón de alumbrado, ni tampoco a situarse en la perpendicular que quedaba justo encima de la cama, la grieta empezó a preocuparle ya que, de continuar a ese ritmo, más pronto que tarde llegaría a situarse a la altura de su cabeza.

Como disponía de tiempo suficiente para poder pensar, su imaginación le llevó a hacer cábalas sobre las posibles consecuencias que acarrearía el hecho que el techo pudiera llegar a ceder y venírsele encima. Y es que no ho disponía de ningún dato objetivo que le garantizara que la grieta solo afectaba a la pintura, a la simple estética. Para él, tenía toda la pinta de traspasar la escayola - porque, sin duda, se trataba de un falso techo de escayola, de esos que se ponían antes, cuando las viviendas, eran viviendas, y las casas, casas, para reducir el volumen de aire que había que calentar durante el invierno - y de ser así correría peligro su integridad física.

En esa situación de duda prefirió pensar en positivo, así que hizo lo posible por llegar al convencimiento que, puestos en lo peor, a lo más, se le caería encima algún desconchón de yeso y pintura que no llegaría a afectarle demasiado. Pero lo cierto es que la grieta continuaba progresando, y con ella la perturbación que le producía, ya que no podía evitar darle vueltas a las distintas hipótesis sobre las consecuencias que podrían ocasionar tal desperfecto.

Llegó a angustiarse sobremanera en el momento en que la grieta invadía la zona del techo que correspondía a la perpendicular sobre su cama. Tal fue su preocupación que no conseguía apartar su temor. Imaginaba que es lo que podía haber al otro lado del falso techo. Unas veces veía un espacio ocupado por arcaicos documentos, escondidos por los antiguos propietarios, que corresponderían a determinados compromisos o herencias. Otras veces pensaba que estaría depositada algún arma, usada en su momento para algún fin inconfesable. Cualquier cosa podía pasar por su cabeza, cualquier cosa menos la más racional, cual era que, en ese espacio, oculto por la escayola, simplemente hubiera una cámara de aire.

No había día en el que no cavilara acerca de lo que podía estarle esperando, pues, para él, resultaba inminente la caída del techo, y temía que pudiera caer de repente, sorprendiéndole en pleno sueño y no llegar a enterarse de nada. Y eso no podía soportarlo, no tanto por las lesiones que pudiera producirle sino por no haber sido capaz de evitarlo.

Aquella obsesión, que llegó a adquirir en él carácter de ditirambo, no quiso comentarla con nadie, ni tampoco pedir opinión a la persona que iba por allí de vez en cuando a atenderle, porque se revelaba a tener que admitir que dependía de los demás. Hasta que un día, o mejor dicho una noche en la que le costaba conciliar el sueño, oyó unos ruidos de poca intensidad y relativa frecuencia que parecían proceder del techo: eran como unas carreras continuadas de un lado a otro que, a veces, producían un ligero traqueteo, y otras imitaban un liviano sonido de algo que se arrastraba tratando de encontrar una salida, sin poder encontrarla.

Al día siguiente no tuvo un buen despertar, pero decidió dar por resuelto el enigma. Así que llegó a la conclusión que el techo estaba sobradamente fijado, y que, por tanto, no corría peligro de desprendimiento; que el ruido detectado sobre techo era consecuencia de las carreras de algún roedor que tenía por allí su campo de operaciones; y que, en cualquier caso, siempre podía cambiarse de habitación y dejar de preocuparse por tan banales asuntos.