Desde que en la década de los ochenta el historiador francés Pierre Nora introdujo el término memoria histórica para adentrarse en la historia de Francia, hay que reconocer que ha tenido éxito y a él se han aplicado con más o menos ahínco los países, muy especialmente España por la proximidad, ¡80 años!, del final de la Guerra Civil. Sin embargo, más allá del caso concreto español y de la necesidad, y el derecho, como bien ha señalado Joaquín Leguina, de las personas a poder enterrar a sus muertos y cerrar el duelo, el término memoria histórica me plantea algunas inquietudes. La memoria, en tanto que recuerdo, viene condicionada no solo por la historia, sino por la visión que de la misma se ha trasmitido en el ámbito familiar, social y cultural, y, por supuesto, por la exposición que de los hechos hacen los propios historiadores por mucho afán que le pongan en su desideologización, de tal manera que a medida que nos alejamos en el tiempo el peso de esas visiones subyacentes se va acrecentando. Por otro lado, conviene que tengamos muy presente que el análisis de los hechos históricos ha de hacerse desde la perspectiva en la que ocurrieron. No podemos, verbigracia, juzgar, desde una sociedad con derechos incluso de los animales, el que los niños ocupasen las primeras filas en uno de los acontecimientos más populares durante siglos: los autos de fe.

Dicho esto, si la memoria histórica lleva aparejado la petición de perdón y, además, la reparación, el asunto se complica considerablemente. Por un lado, en sociedades donde no se heredan las deudas, se hace difícil transigir sobre el deber de pedir perdón de los que nada tuvieron que ver en los hechos acontecidos sobre quienes tampoco tuvieron nada que ver en su padecimiento, de manera que la petición de perdón y su posible aceptación no deja de ser una mera entelequia, cuando no un mero postureo, si no va acompañado de hechos para evitar que vuelvan a producirse. Pero si a esto le añadimos el establecer reparaciones, el asunto se complica poderosamente. Porque si por reparar entendemos reescribir la historia, mal vamos, y si es una placa conmemorativa, pues bienvenida sea, pero si supone volver al statu quo previo al hecho histórico enjuiciado podemos llegar literalmente al absurdo e incluso a la injusticia.

Que el presidente mejicano López Obrador mande una carta al rey Felipe VI exigiéndole, por los actos de Hernán Cortés, "que el Reino de España exprese de manera pública y oficial el reconocimiento de los agravios causados", o que el pasado marzo el presidente de la Comunidad Islámica Mezquita Ishbilia de Sevilla, Yihad Sarasúa, sumándose al género epistolar, mandase también una carta a nuestro monarca exigiendo "el reconocimiento de culpabilidad de las vilezas, expoliaciones, destierros y asesinatos, llevados a cabo por órdenes de los Reyes Católicos y sus colaboradores más directos", y solicitando, en compensación, la nacionalidad española para todos los musulmanes residentes en España, empieza a sonar a broma. Pero también abre la vía de la injusticia, como bien ha señalado el profesor Michale J. Sandel, analizando casos americanos, pues abriría la puerta a posibles tratos de favor que no repararían lo acontecido y podrían abrir nuevas injusticias al tratar de manera desigual a cuenta de hechos en los que no participaron ni los beneficiados ni los perjudicados en el momento actual.

Pero, además, ¿hasta dónde y a quién reparar? La cuestión no es baladí. Pidamos, por ejemplo, disculpas a los musulmanes por lo acontecido en la Reconquista, pero ellos tendrán que pedirlas por la invasión del reino visigodo, que a su vez debería disculparse por participar activa y deslealmente en la descomposición del imperio romano, que, obviamente, convendría que se disculpase con, por ejemplo, los numantinos. Y así podríamos acabar en que Eva se disculpe ante Adán por la manzana y este por su dejarse llevar.

Nos llenamos la boca de hablar de la historia, pero quizás convendría volver los ojos sobre la intrahistoria unamuniana, que no es otra que la de aquellos que siguieron haciendo lo mismo, de manera silenciosa, mientras se escribía la Historia, y que constituyen "la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentida que se suele ir a buscar en el pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras". Y estas vidas intrahistóricas, las nuestras, lo que pedimos a la memoria histórica, a la Historia y a quienes nos gobiernan es que aprendan del pasado para no cometer los mismos errores que difícil reparación han de tener en el futuro y, desde luego, ninguna justificación.