Castilla y León se sitúa desde el año 2010 en posiciones de cabeza en cuanto a la calidad de la sanidad pública. Pocos pueden dudar de la alta capacidad que acreditan los profesionales de un sector esencial en el Estado de bienestar, ni mucho menos sospechar de su entrega y valía. Pero como en casi todos los órdenes de la vida, hay espacio para la mejora en muchas cuestiones intrínsecas y en un territorio que, como bien es sabido, adolece de la equidad necesaria entre la prestación del propio servicio y la residencia del enfermo.

No podemos pensar que las protestas que durante meses han llevado a la calle a miles de personas en la Comunidad son solo fruto de un movimiento oportunista auspiciado por sindicatos y partidos políticos, porque no es así. Eso sería ponerse una venda en los ojos para no ver el alcance de una realidad igual de persistente y tozuda. Subyacen problemas endémicos que la Junta, como administración competente, no puede obviar después de casi veinte años de gestión directa, ni tampoco escudarse exclusivamente en un nefasto modelo de financiación autonómica. Hay lastres en la sanidad pública que hunden sus raíces en una mala planificación o, cuanto menos, en una falta de correspondencia entre el objeto de la prestación sanitaria y las necesidades específicas de una población, dispersa y envejecida como es la castellana y leonesa.

No se trata de echar toda la culpa sobre las espaldas de las autoridades sanitarias, aunque es cierto que tienen la mayor cuota de responsabilidad. Más bien hay que analizar la situación desde varios prismas. Porque todos tenemos algo que ver. A saber. Nunca ha habido tantos médicos en España como ahora y, encima, aquí somos menos habitantes que hace unos años. Lo que sucede es que el sistema sanitario absorbe poco más de la mitad de los titulados que se presentan a las pruebas Mir. Las facultades de Medicina presentan superproducción y, por tanto, no faltan médicos, sino que para poder trabajar dentro del sistema tienen que superar luego ese examen que otorga la especialidad. Y es aquí donde radica el quid de la cuestión, por una errónea planificación del número de plazas que se convocan entre las distintas especialidades, cuando debería potenciarse la de médico de familia. Sin duda, también hay una falta de incentivos para que los médicos opten por desarrollar su labor en el medio rural antes que en la ciudad. Además, si en Castilla y León nacen cada vez menos niños y, por el contrario, uno de cada cuatro ciudadanos supera ya los 65 años de edad, ¿no deberían haberse convocado ya desde hace años más plazas de gerontología que de pediatría?

El sistema requiere una revisión profunda, cuyo funcionamiento ni convence tampoco a los propios médicos. Se debería abordar el problema en su conjunto, con todos los agentes que intervienen en una sanidad cada vez más global, apostando por el mayor uso de profesionales de la enfermería, de la farmacia y de la propia atención social, entre otros colectivos. Evitaríamos también esa figura del médico rural cuyo mayor porcentaje de horas de trabajo se lo pasa en el coche para ir de consultorio en consultorio en lugar de estar más tiempo con sus pacientes. Y ojo, que en Castilla y León hay la friolera de 3.500 consultorios, porque a ver qué alcalde renuncia a uno de ellos. Por no hablar de la saturación en verano por el efecto del regreso de los veraneantes a nuestros pueblos.

Todo esto y mucho más se veía venir hace una década, caso de la grave falta de profesionales en atención primaria. Y las competencias sanitarias, oiga, las asumió la Comunidad en el año 2001.