Alexandria Ocasio-Cortez es la nueva política icónica de EE UU. Lo ha conseguido con solo 29 años: la legisladora más joven en la historia del país. Parte de su éxito se debe a un uso maestro de las redes sociales, pero esta semana sorprendió a todos anunciando que deja Facebook y que reducirá su actividad en otras como Instagram o Twitter.

En 2010 ya escribíamos sobre los grupos de desconocidos que quedaban para "suicidarse de Facebook" (eliminar su cuenta) porque no creían poder hacerlo solos. Hubo un tiempo (de gloria para la red) en el que en Facebook hacíamos todo lo que ahora dividimos en, al menos, tres redes. Compartíamos las fotografías de las vacaciones (ahora en Instagram) y también nuestro enojo por las noticias (ahora en Twitter).

Hace tiempo, por tanto, que Facebook es una red popurrí poco satisfactoria. Cuando queremos ver desayunos bonitos no nos apetece, quizás, leer una larga queja política, o al revés: la tostada de aguacate con huevo parece frívola junto a las imágenes de Notre Dame en llamas. En Instagram y en Twitter lo tenemos segmentado. Las normas no escritas siguen funcionando.

Pero lo más importante, y de lo que habla realmente la congresista Ocasio-Ortez con su decisión, es cómo afectan las redes a la salud mental. Instagram y Facebook son potenciales armas de gran frustración. Twitter tiene demasiada bilis. La vida no es tan perfecta, pero todo no está tan perdido.

Las redes también tienen un enorme potencial positivo, pueden ser útiles. Facebook puede ayudarte a buscar casa, en Instagram puedes ver ideas de vida saludable y en Twitter enterarte rápido de los últimos debates en el mundo. Cada uno debe buscar si algo de ellas le aporta.

Pero si las redes (una, varias, todas) no nos sirven, deberíamos poder sentirnos libres de dejarlas sin mayor explicación. Medir la valía por seguidores en redes sociales es uno de los errores de nuestro tiempo. Creernos eso, una de nuestras penitencias.